La víspera del pasado Sant Jordi tuve el inmenso honor de presentar el último libro de Rosa Díez, Maquetos, acto sobre el que mi compañero Pau Guix ha escrito ya en estas páginas.
Maquetos es un libro conmovedor sobre tres generaciones de vascos que se han opuesto al totalitarismo. La primera, la de los padres de Rosa, Heraclio y María, que vivieron la guerra y la posguerra como “malos españoles” por oponerse al régimen. La segunda, la de la propia Rosa, tachada junto a sus padres y hermanos de “maqueta” – para entendernos, el equivalente a nuestros “charnegos” – por ser “de fuera” y oponerse al nacionalismo vasco excluyente, racista y clasista del PNV y al terror asesino de ETA. La última, la de sus hijos que, unidos en los últimos años de lucha contra el terrorismo, armados con sus manos blancas, tras el silencio de las pistolas, debe ahora ayudar a ganar la paz y a escribir la historia tal como ocurrió y no como al nacionalismo blanqueador le gustaría perpetuarla.
Mi abuela, nacida en el número 1 de la calle San Francisco de Bilbao, también fue maqueta, pues sus padres, un orensano de Parada Seca y una burgalesa de Aranda de Duero, se trasladaron al País Vasco a trabajar. En Bilbao conoció a mi abuelo que, tras pasar por la checa en Barcelona por católico y enviado a morir en el batallón de castigo de la División Líster que primero cruzó el Ebro, fue hecho prisionero por los moros de Franco y enviado al campo de concentración de Deusto. Una vez liberado, tuvo que hacer el servicio militar y, durante esos años, se ennovió con mi abuela. Ya casados, vinieron a Barcelona, junto a la familia de origen soriano de mi abuelo, donde también contribuyeron a levantar Cataluña con su esfuerzo. La Cataluña nacionalista de entonces, que sotto voce ya mostraba su patita identitaria, elitista y despectiva, los tachó de charnegos. De ambos nació mi madre quien, por fortuna, se casó con mi padre, un catalán divertido, alegre y trabajador que no comulgaba demasiado con ciertas ruedas de molino, aunque tuvo sus tentaciones, eso sí. Sea como fuere, aquí estoy yo, nieto de maquetos, charnegos y catalanes y, por la gracia del nacionalismo, convertido en un botifler, un ñordo y un colono. A mucha honra.
Mucho he hablado con mis hijos de todo esto. De sus orígenes y de los parientes que vinieron aquí desde otros lugares de España para, con su esfuerzo, contribuir al crecimiento de una Cataluña que es de todos. Trato de que nuestras sobremesas sean como las de antes, prolongadas, polémicas e interesantes, con aroma a café y pacharán. No siempre lo consigo, pues la guerra contra las pantallas es implacable.
Cuando consigo vencerlas, hablamos de la familia, sí, pero también de política y, entre anécdota y anécdota familiar, aprovecho para contextualizar las cosas, hablándoles de qué es el fascismo, el nacionalismo, el comunismo y el socialismo, del terrorismo de ETA, de la Transición, de las Guerras Mundiales, de la Guerra Fría o, más recientemente, de la guerra en Ucrania y de que, casi siempre, en todos los bandos hay gente buena y mala, aunque siempre hay que militar en el bando de la libertad y los derechos – ¡y deberes! – de los ciudadanos.
Volviendo al libro de Rosa Díez, ella se plantea hasta qué punto su compromiso político complicó la vida de sus hijos y si valió la pena, para concluir que, precisamente, fue por sus hijos por quienes defendió con valentía la Constitución en el País Vasco. Le pregunté por ello durante la presentación y me lo confirmó de nuevo, aunque recordando sus dudas y contradicciones. De su respuesta concluí que, a pesar de las contrariedades, es fundamental que hablemos con nuestros hijos del pasado, de lo que realmente aconteció, no como un ejercicio de simple nostalgia y, ni mucho menos, como una práctica revanchista, sino como una lección para comprender el presente y, por tanto, como un acicate para comprometerse con el futuro.
Para los antiguos griegos, idiota era aquel ciudadano que no participaba en los asuntos públicos de la polis. Desafortunadamente, las consecutivas Leyes de Educación de los distintos gobiernos de la democracia han creado legiones de idiotas – en el sentido griego de la palabra -, previamente desencantados de la política y alejados de un compromiso ético para la construcción de una nación de ciudadanos libres e iguales ante la ley. La escuela tendrá su responsabilidad en ello, sin duda, pero la primera es nuestra, pues la nación se empieza a construir desde las sobremesas de los fines de semana, en nuestras casas, entre padres, hijos y abuelos.
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