Sigo estos días los acontecimientos en Cataluña desde la distancia que supone estar cerca de sus límites territoriales y lejos de las acciones que solo puedo conocer por las noticias de los medios y fundamentalmente por la TV, pública y privada.
Desde hace muchos años siempre defiendo públicamente que la imagen de Cataluña está sobredimensionada en sus atributos positivos. La continua propaganda del nacionalismo y el uso del victimismo ha hecho mella y parece que es una región mártir en relación con el resto de España, como ocurre también con el País Vasco, ambas quizás las más favorecidas durante años y años, durante la dictadura y la democracia.
Es indudable que la industrialización alimentada por el régimen de Franco después de la guerra, por los apoyos importantes antes obtenidos en uno y otro lugar, había conseguido que miles de personas cambiasen su domicilio a estas regiones para obtener alguno de los trabajos que se iban creando.
Seguir hablando de tierras de acogida y de pueblos dotados de especial virtud como Cataluña, mi tierra, es un simple sarcasmo. Sin los apoyos económicos y políticos y la fuerza de trabajo controlada férreamente, con la que se contó, eso no hubiera sido posible.
Por eso mucha gente se pregunta qué nos pasa. Y cuando alguno te pregunta por lo de la independencia o ese odio que perciben en nuestros gobernantes durante años hacia parte de los propios catalanes y en general contra el resto de los españoles, les cuesta entender las motivaciones.
Como en el resto de España hubo gente, posiblemente una minoría, que al tiempo que intentaban mejorar sus condiciones de vida, en alguna medida se concienciaban y se involucraban en la búsqueda de esas palabras mágicas: libertad, democracia y… añada cada uno la que quiera.
Se puede hablar de limitaciones económicas, de injusticias vividas o de miseria ambiental, ya que las hubo en Cataluña. Y en especial para los miles de personas que aquí se vinieron a vivir, una gran parte en condiciones míseras. El chabolismo, la falta de sanidad, las enfermedades, las variables de la pobreza, todas allí tuvieron, durante muchos años, presencia.
Ahora muchos de los hijos y nietos de los esforzados trabajadores viven con normalidad en Cataluña y esta aparente mejora supondría que una sociedad ciertamente próspera, con buena renta, con buenas infraestructuras, debería ser considerada positivamente por el resto del país y en cierta medida ser avanzadilla de desarrollo, sostenibilidad y aplicación talentosa de la iniciativa. Eso de lo que, curiosamente, nuestros gobernantes siempre alardean.
Pues no, somos una sociedad que se enfrenta. Las calles se iluminan por el fuego de la sinrazón. Cuando alguien pregunta a un manifestante que está reivindicando, te dirá que “sus derechos”. Sobre cuales, mejor no inquirir. No lo saben, pero sí saben odiar al policía o al ciudadano libre que no se pone rodilla en tierra ante esa bandera estrellada que no existió contra la dictadura y que algunos creen tiene algo de dignidad. Que no tiene por derecho propio.
Los gobernantes -y por favor no quieran ahora cínicamente cargar las tintas solo con Torra- son la hez de la dignidad perdida. Ese presidente solo es un enfermo y un sociópata. Sus consejeros y colaboradores, mentirosos y manipuladores asisten, aquellos que les queda un átomo de inteligencia, atónitos a lo que ocurre y lo que es peor, incapaces de entender su enorme responsabilidad. Aunque aparezcan sonrientes o con cara de preocupación no les crean, son unos infames descerebrados.
Los condenados, los sediciosos responsables de llegar hasta una declaración de independencia por métodos fascistoides que nos abochornaron, aparecen ahora, para muchos, como interlocutores para intentar salir de la situación. ¿Y saben por qué? Porque los involucrados aún libres son peores. Y porque cuando se celebren los juicios pendientes, ocurrirá como en las sesiones ante el Tribunal Supremo, nos costará creer que nuestras vidas hayan sido gobernadas y manipuladas por tal conjunto de sinvergüenzas, mediocres y miserables acomplejados.
Son todos sin distinción la mezcla perfecta de incapacidad para gobernar, de falta de sensibilidad social. Azuzan a los jóvenes inexpertos y manipulados contra la policía, manejan a la policía para que defienda la tranquilidad sin suficientes recursos de quienes han enloquecido con banderines de enganche falsos, como la falsedad de las libertades negadas. A muchos críos, por mentalidad más que por edad, que abandonan la universidad pagada con los impuestos de todos, para escupir a muchos que, con años de esfuerzo, las han hecho posibles.
Y lo más inaudito es esta visión que algunos, que se reclaman de izquierdas aquí y en otros lugares, contribuyan al soporte de los más cerriles, lo más reaccionario y lo más peligroso para la democracia que ha dado el país, esa mescolanza de gente de orden, de aparentes y ostentosas creencias religiosas, de inconfesable amor por el dinero de todos para hacerlo suyo, de la capacidad de corrupción convertida en gobierno, estos gobernantes que no precisamos ya citar y que se reproducen como esporas, con la sensación de sagas repugnantes de imposible agotamiento. Y no reflexionar como fue precisamente la izquierda quienes hicimos el gran esfuerzo para traer las condiciones democráticas, donde su sucio medro fue posible. Inocentemente antes, colaborativamente después.
Pues todo esto no es fácil de explicar, es indudable que no cuando afloran estos sentimientos acumulados y que nos hacen expulsar dolor por todos los poros, no hay pretensión de recurso a las ciencias sociales, otros lo hacen, uno se limita a intentar explicar, a otros menos concernidos, nuestra desgracia como catalanes como ciudadanos en una comunidad que pudo ser eso una comunidad próspera y la están convertido en una comunidad desgraciada que aún puede serlo más.
José Luis Vergara
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