La reciente sentencia de la Audiencia de Barcelona marca un antes y un después en la defensa de los derechos lingüísticos en Cataluña. El tribunal ha condenado a dos años de prisión, además de imponer una multa de 1.980 euros y una indemnización de 7.500, a uno de los tres individuos que desde las redes sociales hostigaron a la familia de Canet de Mar por el simple hecho de reclamar que su hija pudiera recibir el 25% de su enseñanza en castellano.
La decisión judicial, aunque susceptible de recurso, es una necesaria lección de justicia frente al fanatismo identitario que desde hace años pretende silenciar a quienes no comulgan con la imposición monolingüe. El fallo no sólo castiga un acto de odio individual: lanza un mensaje inequívoco a toda la sociedad catalana. El tribunal reconoce que las agresiones verbales, las amenazas y el señalamiento público sufridos por aquella familia no fueron fruto del debate político, sino de una “animadversión ideológica” hacia la lengua española.
Una ideología que, disfrazada de defensa de la identidad catalana, ha justificado durante demasiado tiempo el acoso a ciudadanos que solo exigen el cumplimiento de la ley y la igualdad de derechos. Durante años, los padres que han reclamado la aplicación de las sentencias sobre el uso del castellano en las aulas han sido tratados como enemigos del pueblo.
Se les ha señalado, perseguido y estigmatizado por pedir algo tan básico como que sus hijos puedan aprender en la lengua oficial del Estado. La condena de hoy representa, por tanto, un pequeño pero significativo paso hacia la restitución de la dignidad de esas familias que han sufrido el silencio cómplice de demasiadas instituciones.
Resulta especialmente grave que el acoso se dirigiera contra una niña de tan solo cinco años. Esa deshumanización —ese intento de convertir a una menor en símbolo del “enemigo”— revela hasta qué punto ciertos sectores del independentismo radical han cruzado todas las líneas éticas. Que la Audiencia de Barcelona haya reconocido ese sufrimiento y lo haya castigado como un delito de odio es, en ese sentido, un acto de justicia reparadora.
El tribunal, además, distingue con acierto entre la libertad de expresión y el discurso de odio. Las críticas políticas son legítimas; el acoso y la instigación al linchamiento no lo son. En un tiempo en que las redes sociales se han convertido en campo de batalla ideológica, esta sentencia traza un límite claro entre la opinión y la persecución. No todo vale en nombre del catalanismo ni bajo la excusa de la defensa de una lengua.
Ojalá este fallo sirva de advertencia a quienes, amparados en la impunidad digital, creen que pueden hostigar a quienes piensan diferente. Y ojalá también despierte en la Generalitat y en el conjunto de la sociedad catalana la reflexión necesaria: la convivencia no se construye excluyendo ni intimidando, sino garantizando que todos —también los castellanohablantes— puedan vivir y educar a sus hijos en libertad.
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