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El Catalán Opinión

¿La Alemania nazi o la Cuba castrista?

Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
jueves, 14 de noviembre de 2019
en Opinión
5 minuto/s de lectura
¿La Alemania nazi o la Cuba castrista?

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Sostienen muchos que la atmósfera cargadísima de la universidades catalanas, donde la libertad se encuentra del todo ausente (de la intimidación ambiental se ha pasado a la violencia grosera), se puede entender por referencia a la Alemania de 1933. Cierto que no se ha llegado aún a la quema de libros de 10 de marzo de ese año, pero probablemente ello se debe sólo a que ya no estamos en la era de la letra impresa, o que, aún quedando bibliotecas, nadie se arrima a ellas, de suerte que prender fuego resulta innecesario.

Un reciente artículo de Antonio Robles en la edición catalana de ABC (“Gabriel Jackson, en recuerdo a su memoria”: 9 de noviembre, sábado) se planteaba esa dramática tesitura, remontándose incluso a lo sucedido en el Salón de Grados de la Universidad de Barcelona en 1999, hace por tanto veinte años, cuando “las intimidaciones y las agresiones físicas eran ya una rutina”. El propio Robles recuerda que recogió la escena en una publicación del momento, “Fascismo posmoderno”. En estas dos décadas lo único que ha sucedido es que lo invisible, aunque evidente, ha pasado a hacerse del todo visible a los ojos de cualquiera.

Ahora se trata sólo de terciar en tan interesante y nada tranquilizadora polémica para poner sobre la mesa otra hipótesis, que el modelo no se encuentre en la Alemania del nacionalsocialismo, sino en la Cuba castrista, regímenes ambos, de más está recordarlo, no democráticos pero, guste o no, con un respaldo notable en las respectivas poblaciones.

Por supuesto que todos los Estados policiales se parecen entre sí -también podríamos traer a colación a la extinta República Democrática Alemana con la Stasi-, y lo único que cabría puntualizar es que probablemente sería más propio hablar de sociedades policiales, sobre las que contamos con literatura abundante y de gran profundidad, desde El proceso de Kalfka hasta 1984 de Orwell, por citar sólo dos clásicos. El rasgo común viene constituido por el hecho de que en los vigilantes, por brutales que puedan antojarse son métodos, no anida el menor atisbo de mala conciencia, porque se encuentran poseídos por un pensamiento utópico: lo que persiguen es la emancipación de la humanidad o al menos de su pueblo, de suerte que al que se espía -el no integrado, el que no es revolucionario y por tanto pecha con un pecado original, en palabras literales del Ché Guevara- se le hace un favor con corregirlo: enseñarle y reconducirlo al carril.

El lobo, llámese contrarrevolucionario en Cuba o fascista en Cataluña, acecha a las ovejas descarriadas y lo que hay que hacer, con las mejores palabras que sea posible, es ayudarlas a caer en la cuenta. En el fondo, esas ovejas no son culpables, o al menos no del todo. Lo que estamos haciendo es protegerlas. Y para ello nada mejor que traerlas al territorio amigo y mostrarles las ventajas. Hasta que se consigue acabar prendiendo a la pieza, todo se caracteriza por una combinación de secretos y delaciones (y vacíos: esto último, capital), cada uno de esos componentes dosificados sin más cantidad que la estrictamente indispensable.

La economía de medios empleados -mezclada, eso sí, con la ubicuidad: ni un solo palmo de la vida debe quedar al margen del control, porque el campo de visión no puede dejar ángulos muertos- resulta importante para conseguir el fin último: doblegar al tibio, atraerlo a la causa, para lo cual hay que combinar la determinación o incluso la crueldad con la suavidad en los modos. Por supuesto que eso significa que el ambiente se vuelva paranoico (¿me estarán espiando? ¿no me habré convertido yo mismo en un espía?), pero de eso justamente se trata: de que enloquezcan todos. Si un día hay que echar mano de los matones es sólo porque la caza de brujas no ha funcionado bien, así esté el problema en las brujas o en quienes las habrían debido cazar con limpieza. Pacíficamente, se dice, ahora. “La revolución de las sonrisas”.

Dentro de esos rasgos comunes, hay sin embargo diferencias o al menos matices. Lo de los nazis con la Gestapo resultaba, dentro de lo siniestro, monolítico: es la eterna Prusia implacable. Pero en cuanto se cruza el Rhin las cosas se cuartean y humanizan, como se demostró con la “carlinga” de la ocupación de París entre 1940 y 1944 (por cierto, el que no haya visto la película “Rue Lariston 93”, que no se demore). Y qué no decir de la Cuba, tan tropical y tan llena de encantos naturales y de dulzura, a pesar del castrismo.

La represión muestra eficacia, pero convive con esa chapucería –“Pepe Gotera y Otilio”- que resulta congénita entre los hijos del mar de la cultura (“¡y yo qué le voy a hacer, si yo nací en el mediterráneo!”) y más aún si son los nietos criollos y, en singular, caribeños. Los sistemas de domesticación social, incluso gestionados por funcionarios omniscientes y dotados de la precisión del mejor cirujano, van a acabar dejando huecos, por muy mansurrona que (con las excepciones de rigor: los opositores profesionales, que no resisten y acaban yéndose, como un Heberto Padilla, un Reinaldo Arenas o un Guillermo Cabrera Infante, por citar a algunos de los que dijeron aquello de “Espérame en el cielo, corazón”) se muestra la gente.

¿Cómo calificar lo que vamos conociendo de la conexión entre los guerrilleros del CDR, con Puigdemont y Torra a la cabeza, con el CNI catalán de por medio, el CESICAT -hasta el nombre, por sus resonancias gatunas, suena cómico- y lo que son sus terminales académicos? ¿En los modos son reconocibles las técnicas alemanas de los años treinta del siglo pasado o por el contrario los protocolos cubanos de los últimos cincuenta o sesenta años?

El noreste de España ha tenido una estrecha relación con la isla desde que el 2 de febrero de 1778, con Carlos III, se liberalizase el comercio entre la península y América, poniendo fin al monopolio de los puertos andaluces. Y, en relación con los cultivos de caña de azúcar, “el oro blanco”, la esclavitud pudo expandirse sin trabas en la tierra que en 1853 vería nacer nada menos que a José Martí, su libertador. No sabemos cómo van a evolucionar las cosas en Cataluña, pero todo hace pensar que su modelo, por lo chusco que es, apunta más maneras antillanas que prusianas. Eso explica muchas cosas: paranoia, sí, y en grado agudo, pero chapucería también y hasta el extremo de la caricatura. La única duda estriba en si Pepe Gotera se identifica con Puigdemont y Torra con Otilio o a la inversa.

Claro que, puestos en la tesitura de tener que optar entre la Habana y Tarrasa, aquello, pese a la crueldad de sus cárceles y la miseria de las economías familiares, gana por goleada: el Vallés (donde no acaba de imaginarse uno a Alejo Carpenter o Benny Moré, alias de Bartolomé Máximo Moré Gutiérrez, “El bárbaro del ritmo” o “El sonero mayor de Cuba”) se antoja menos sabrosón.

Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz


TV3, el tamborilero del Bruc del procés

Sergio Fidalgo relata en el libro 'TV3, el tamborilero del Bruc del procés' como a los sones del 'tambor' de la tele de la Generalitat muchos catalanes hacen piña alrededor de los líderes separatistas y compran todo su argumentario. Jordi Cañas, Regina Farré, Joan Ferran, Teresa Freixes, Joan López Alegre, Ferran Monegal, Julia Moreno, David Pérez, Xavier Rius y Daniel Sirera dan su visión sobre un medio que debería ser un servicio público, pero que se ha convertido en una herramienta de propaganda que ignora a más de la mitad de Cataluña. En este enlace de Amazon pueden comprar el libro.

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