Dantesca, sí, la imagen de cualquier comparecencia de Pedro Sánchez de los últimos días. Por su contenido y, más aún, por su gesto, otrora el anuncio de un dentífrico y hoy depreciado hasta reducirse a una pura mueca. El proyecto surgido de la investidura de comienzos de enero, todo tan mono y tan dialogante, ha durado apenas dos meses. La agonía puede durar todavía -desde Newton sabemos lo importante que es la inercia-, porque los enfermos, aun sabiéndose terminales, se resisten a pedir la eutanasia activa, pero ni ellos mismos se engañan: la suerte está echada y son los primeros que no lo desconocen. No sabe uno nunca, salvo que sea un experto en el culto vudú, lo que puede terminar durando un zombi, pero más de lo que parece.
El problema de fondo es, sin embargo, mucho más grave que esta o aquella persona (aun si se cree una bailarina del Folies Bergére) o tal o cual equipo gubernamental, porque, a poco que se miren las cosas con el retrovisor (y que se haga sin anteojeras ideológicas), se cae en la cuenta de que todos nuestros presidentes del Gobierno, aun los que parecían más sólidos, han perecido en cuanto ha llegado algún acontecimiento crítico. Y sucede que los mismos no faltan.
A Aznar le sucedió en 2004 (siendo así que en 2000 había obtenido mayoría absoluta) con el 11-M: lo ocurrido entre esa fecha y las elecciones de tres días más tarde merece un capítulo propio dentro de la historia universal de la infamia, sin perjuicio del oportunismo de los otros al saberse aprovechar.
A Zapatero se lo llevó por delante la crisis económica desatada en 2008 y que, aun con origen foráneo, en 2009-2010 se cebó de lleno con España mientras el inquilino de la Moncloa seguía en la alucinación y diciendo cosas tan enormes -y de hecho sobreviniera en la silla, aunque ya como un autómata y entre la estupefacción general- como que la tierra no es de nadie, sino del viento.
De Rajoy, qué decir. El referéndum catalán de 9 de noviembre de 2014 puso al descubierto que la Moncloa estaba vacante (la mayoría absoluta de 2011 había sido un espejismo) y del segundo referéndum, el de 1 de octubre de 2017, mejor no hablar: la intervención televisiva de esa noche justificando las cargas policiales como un ejercicio de firmeza es de las que ponen un punto final a la era de quien así se expresa, sin perjuicio de que, ya sin rumbo, se mantuviera teóricamente en el machito todavía unos meses. Otra vez el culto del vudú.
Y, ahora, lo de Sánchez. Cuarta embestida fuerte del destino -seguramente, más profunda que ninguna de las tres anteriores- y cuarto “Ecce homo”. Sufre uno de ver a las personas de esa manera cuando poco antes todo eran sonrisas. Los días de vino y rosas duran muy poco a los gobernantes españoles. Al menos desde 1996 cuando -punto crucial- el sistema político mutó en una partitocracia grosera: ya se sabe, todo pasó a explicarse en términos de nosotros y ellos, buenos y malos. Con una zanja entre medio. Las dos Españas de Machado pero llevadas al límite en lo ideológico y muchas veces en lo personal: el poder político como botín, en suma. “Pastar en el presupuesto” como objetivo único de tirios y troyanos.
Ahora, por supuesto, se pide a los ciudadanos unidad. Al modo de lo que, en la primera guerra mundial, fue la unión sagrada en Francia o, en Alemania, la paz civil (“Burgfrieden”) del famoso discurso del Kaiser en el Reichstag: “No conozco ningún partido más, conozco sólo alemanes”. Pero, ay, esas cosas no se improvisan: hay que haberlas cultivado en los tiempos ordinarios, lo que no había sucedido por cierto ni en Francia ni en Alemania antes de 1914, cuando ambas sociedades eran sendos polvorines (y en el pecado acabaron llevando la penitencia: 1919 fue un desastre para ambos). Apelaciones jeremíacas a la unanimidad sólo en las épocas de crisis resultan impostadas y duran muy poco.
El día 8 de este mismo mes de marzo, en una manifestación (teóricamente) en pro de la causa del feminismo, se expulsó a algunas por el mero hecho de ser de un partido político: no pueden ser reconocidas como feministas (“no, bonita”) ni tan siquiera como mujeres, todo ello de acuerdo con el concepto populista de pueblo: únicamente lo es quien yo digo. Sólo son catalanes los independentistas (los otros, al modo de los ilotas en España, no tienen derecho a estar en Mesa alguna), como si sólo fuesen andaluces los andalucistas. La cantinela es muy conocida y se aplica a la menor ocasión.
Las sociedades, no sólo la española, son hoy más plurales que nunca: se agrandan las diferencias (de mentalidades, sobre todo) entre ricos y pobres, entre jóvenes y mayores, entre habitantes de la ciudad y del campo, entre los de una religión y los de otra (o de ninguna). Ese pluralismo -no privativo de España, por supuesto, y cuyos aspectos positivos nadie ignora- tiene, como todo, que ponderarse con lo inverso -la cohesión, que se llama nada menos que ciudadanía, que incluye a todos y eso es más importante que nada ni nadie- para no terminar degenerando en fragmentación. Y sin resolver el problema o incluso para agravarlo, los partidos llevan desde el remoto 1996 jugando a algo tan peligroso como la ruleta rusa: cavar trincheras. A la Constitución, que en el Art. 6 les dispensó un trato rayano en el arrobo, hay que reprocharle, una vez más, su ingenuidad extrema, rayana en lo seráfico.
Sánchez, aunque siga dando las brazadas del náufrago durante un tiempo -la combustión admite muchos grados hasta llegar a la calcinación- está ya condenado. Y no merece un final digno y -me atrevo a profetizar- no lo va a tener, porque la justicia divina, como sabemos por el Antiguo Testamento y luego por Agustín de Hipona, se muestra implacable. Pero no es el primero al que le pone cara de “Ecce Homo”, sino -aunque con mayor intensidad, eso sí, porque las patologías tienden a agravarse si no se corrigen- el cuarto: el problema no es llegar al cargo como jefe de un partido, sino seguirlo siendo cuando se está en él. Nuestra partitocracia genera unos líderes estructuralmente sectarios y que, cuando las cosas vienen mal dadas, salen por la ventana. Unir a los españoles es un empeño que les está estructuralmente vedado. Y sucede que las ventoleras vienen con más frecuencia de lo que a todos nos gustaría.
Para reflexionar. Sin tono de apocalipsis, por supuesto. Pero sobre todo sin banderías, porque lo de ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio no resulta propio de gente seria.
Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
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