Si usted lee elcatalán.es seguramente entenderá la importancia de la inhabilitación del diputado del Parlament de Cataluña, Pau Juvillà, por desobediencia. En abril de 2019, tras una denuncia que interpuse, la Junta Electoral instó a los grupos separatistas del ayuntamiento de Lleida a retirar los lazos amarillos que tenían en el consistorio durante el periodo electoral, con el fin de mantener la neutralidad ideológica de cualquier edificio institucional. Sin embargo, el señor Juvillà, jaleado por el resto de la CUP, decidió que estaba por encima de eso y que no tenía por qué acatar esa decisión.
Es una historia que nos resulta familiar. Convivimos con personas que llevan toda la vida creyéndose superiores, ya sea porque tienen ocho apellidos catalanes o porque creen estar en posesión de la verdad absoluta en forma de ideología. Y eso les da derecho a todo. A decir quiénes somos buenos o malos catalanes. A decidir quiénes debemos ser insultados, agredidos y amenazados. A usar el dinero público en su propio beneficio, ya sea creando sus propios chiringuitos o ofendiéndonos en medios públicos que pagamos entre todos. A iniciar un proceso de independencia de pandereta basado en mentiras y sin ningún tipo de garantía democrática.
Son quienes nos han ninguneado y despreciado en todas las elecciones que se han celebrado. Quienes miran para otro lado cuando se hacen purgas políticas en los medios de comunicación, la policía o la administración pública. Quienes berrean y patalean indignados cuando una sentencia les obliga a ofrecer el 25% de las clases en la otra lengua cooficial, que es el castellano.
Frente a esos “buenos catalanes” quedamos el resto: los botiflers, traidores, colonos… “Malos catalanes” en el mejor de los casos y catalanes de segunda a la práctica. Una mayoría silenciada sistemáticamente por esta fracción de la sociedad catalana que camina por encima de las aguas. Pero aunque nuestras voces tengan altavoces más modestos (y, por ello, mucho más valientes) y nuestro gobierno central prefiera a los separatistas como socios preferentes, seguimos contando con otra herramienta: la Ley. Seguimos viviendo en un Estado social y democrático de Derecho, y eso implica que todavía contamos con una separación de poderes. De este modo, esta casta superior con la que convivimos no lo controla todo, y por tanto sigue estando obligada a cumplir la ley.
Es por eso que la justicia y el Rey son el blanco principal de las iras separatistas. Porque no pueden pasar por encima de ellos como lo hacen habitualmente con nosotros. Por eso es tan importante seguir desempeñando el papel que hacemos todos frente al separatismo. Cada uno en la medida de nuestras posibilidades. Los ciudadanos de a pie debemos seguir atentos y sin resignarnos, organizándonos en partidos, movimientos y asociaciones.
O simplemente yendo a votar en las distintas elecciones que se celebren. Los medios de comunicación deben seguir denunciando cada tropelía secesionista: es necesario conocer todas y cada una de las fechorías de estos desgobernantes instalados en la Generalitat y, en mi caso, en el Ayuntamiento de Lleida, para que la ciudadanía los eche a base de votos en las próximas elecciones. Y hay que denunciar todo acto que sea constitutivo de delito. Para que así la Justicia pueda actuar frente aquellos que se creen por encima del bien y del mal. Yo, por mi parte, lo volveré a hacer. Si detecto irregularidades, volveré a denunciar ante la justicia a aquellos que creen que el ayuntamiento, Lleida, Cataluña o España son su cortijo particular, y pueden hacer con ellos lo que les dé la gana. Porque se creerán superiores, pero como cualquier otro español, continúan siendo iguales ante la ley.
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