Recuerdo como si fuera ayer aquella comisión en el Parlament de Catalunya, cuando Albert Rivera le soltó a Félix Millet, el del Palau: —¿Usted es el capo o solo uno más de la banda?
Fue una frase quirúrgica. Le bastó con una pregunta para deshacer el entramado de silencios, eufemismos y fingida dignidad institucional que envolvía la corrupción catalana. En ese momento, Rivera no solo hablaba a Millet: hablaba a todo un sistema podrido, apuntalado por complicidades políticas, mediáticas y sociales. Y lo hizo sin temblar, sin miedo y sin pedir permiso.
Hoy, quince años después, echo de menos ese valor. Esa forma de llamar a las cosas por su nombre. Porque la pregunta que entonces se formuló en Barcelona, hoy resuena más fuerte que nunca en Madrid: —¿Pedro Sánchez es el capo de la banda?
Y no es una pregunta retórica. Cada semana que pasa parece más una constatación que una sospecha. Lo de Koldo fue solo la espoleta. Luego llegaron las comisiones, las mascarillas, los vuelos, los contratos, las agendas ocultas, los favores cruzados. Luego llegó Cerdán, el que lo sabía todo. Y Ábalos, el que no sabía nada. Y todo eso no es una cadena de errores. Es una estructura. Es una red. Llámalo como quieras: trama, organización, red clientelar… o, directamente, la banda.
Porque la banda no es un insulto. Es una definición. Es la forma más precisa de nombrar a un conjunto de personas que, desde las instituciones del Estado, actúan como si fueran suyas. Reparten contratos, blindan lealtades, colocan a los suyos, se tapan entre ellos y se purgan solo cuando el escándalo estalla en los medios. Y hasta en ese caso, colocan la bomba de humo ideológica de turno para desviar la atención: la ultraderecha, los fachas, el franquismo eterno, la convivencia.
Y entre cortina y cortina, la banda sigue. Muchos creímos en su día que Pedro Sánchez había montado la banda para sostenerse. Pero la banda parece ser que iba más allá. La banda quería el poder, porque el poder no solo conlleva una gran responsabilidad sino que para algunos también sería un medio para enriquecerse.
¿No fue Pedro Sánchez quien aprobó la amnistía? ¿No fue su gobierno quien defendió que un golpe a la democracia, financiado con dinero público, debía quedar borrado del código penal para “pasar página”? Y no me refiero solo a Puigdemont, que sigue huido. Hablo de los demás: los condenados por sedición, por desobediencia, por malversación. Los que sí fueron juzgados. Los que sí cumplieron parte de su condena… hasta que el poder decidió que, por necesidades del guion, también eran dignos de perdón.
Y si eso no es actuar como una banda, no sé qué lo es. Porque el problema no es que haya corruptos. Eso ha existido siempre. El problema es cuando el corrupto asciende, cuando quien reparte justicia está al servicio del partido, cuando parte de la prensa se convierte en cómplice y cuando el que dirige todo esto se escuda en un “yo no sabía nada” que ya nadie cree.
Por eso echo de menos a Rivera. No por nostalgia política, que también, sino por falta de claridad moral. Porque alguien tiene que volver a decir lo evidente, a romper la falsa cortesía del parlamentarismo, y atreverse a mirar al jefe del Ejecutivo y preguntarle: —¿Usted es el capo de la banda?
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