José María Albert de Paco (Barcelona,1969) es colaborador en medios como Vozpópuli, The Objective o Jot Down, y coautor del libro sobre Ciudadanos Alternativa naranja (Debate). Contundente a la par que elegante, De Paco se muestra igual de crítico con la “superstición nacionalista” que con la llamada tercera vía, detrás de la cual solo ve “sumisión y miedo”.
Ha sostenido que uno de los “rasgos consustanciales a todo nacionalismo es el desprecio de los hechos”.
Antes que nada, el nacionalismo pretende la consecución de un pasado mítico. Cuando organiza, por ejemplo, todos esos fastos en torno a la guerra de 1714 y exalta lo que pudo haber sido y no fue, se está refiriendo exactamente a un mito, a una leyenda. Ese es el horizonte moral al que tienden: el de la superstición. Esa fantasía también les sirve como promesa de futuro. Recuerde que aseguraban que fuera de España habría “helado de postre” todos los días. Así, es un ficción que opera en dos direcciones: hacia atrás, como leyenda, y hacia el futuro, como utopía. Y ambas proyecciones, sí, se caracterizan por el desprecio de los hechos.
En su opinión, Vox no es una formación de “extrema derecha”, sino “nacionalista”. ¿Por qué?
Aunque también tiene elementos populistas, para mí su rasgo primordial es el nacionalismo. De hecho, es el primer partido nacionalista español que surge en nuestro país desde 1978 con una cierta proyección o expectativa de poder. Es muy gracioso, porque todos los que nos acusaban a nosotros —y con nosotros me refiero a toda una nebulosa constitucional que alcanza hasta el PSC— de poco menos que fascistas, ahora se han encontrado con un nacionalismo español férreo. Tan férreo como ridículo, debo decir. Y claro, ¿cómo se referirán a partir de ahora a los que somos constitucionalistas? Esta contradicción demuestra que las categorías con las que se rige el nacionalismo catalán no funcionan para conocer la realidad. Al basarse en la mentira, nunca rinden un fruto intelectual válido.
También se ha mostrado crítico con los llamados “equidistantes”, siempre más cercanos al nacionalismo que al constitucionalismo.
Efectivamente, les llamamos equidistantes o terceristas pero es falso. Más que la búsqueda consciente de una tercera vía, lo que hay en el PSC —también en el mundo de Podemos y demás— es un temor a no participar en el aquelarre, a que por culpa de su pecado original les excluyan de según que círculos. Y es que no persiguen un espacio en el que puedan caber todas las tendencias —espacio que sí representa el constitucionalismo, pues defiende unas reglas del juego que nos amparen a todos—. No, de lo que trata el tercerismo es de rendir pleitesía a las reglas impuestas por la hegemonía nacionalista en Cataluña desde hace décadas. Sin ir más lejos, es lo que hace el PSC cuando no manifiesta reparos a que en algunos ayuntamientos se exhiban lazos amarillos. Esa connivencia se intenta disfrazar de apuesta intelectual, pero, como digo, no es más que miedo y sumisión.
Algunas voces señalan que TV3 se ha convertido en un canal irrelevante porque ya solo la siguen los muy convencidos. ¿Está de acuerdo o cree que su papel sigue siendo determinante?
En mi opinión, el alineamiento de TV3 con el independentismo ha desempeñado un papel mucho más determinante que lo que llaman adoctrinamiento escolar —que, aunque no sea el adoctrinamiento hard que muchos suponen, existe—.
Este alineamiento no es nuevo, porque TV3 siempre ha sido una televisión independentista. Desde su fundación, ha operado dentro de un perímetro político y moral donde España era una país extranjero. Incluso su libro de estilo consagra la xenofobia, ya que estipula que se privilegie a los testimonios catalanoparlantes en detrimento de los castellanohablantes.
Por otra parte, está al servicio de un movimiento que pretende la extranjería de la mitad de Cataluña. Y lo manifiesta sin complejos. Cualquiera que la vea, comprobará que en ella el supremacismo está a la orden del día.
Pero es un error pensar que la ve menos gente que antes. Precisamente, haber conformado su agenda en torno al procés la ha convertido en una televisión líder. Sin olvidar otro aspecto clave: es un canal extraordinariamente bien hecho, en absoluto vulgar. No en vano, cuenta con tres mil empleados, cifra muy superior a la de Telecinco o Antena 3. Y es que el pujolismo supo muy bien en que cesta ponía los huevos para moldear el país que anhelaba.
Usted es coautor de un libro sobre Ciudadanos, partido al que muchos acusan de haberse derechizado. ¿Cree que es así?
No creo que Ciudadanos se haya derechizado. Pero sí creo que deben reflexionar un poco más sobre la doctrina que emana del partido. En mi opinión, su prioridad debería ser levantar un corpus político que no dependiera de la demoscopia ni del mainstream, sino de un análisis riguroso de la realidad. Y es que, en ocasiones, parece un partido algo desorientado, que se mueve en función del qué dirán.
No es sorprendente, porque las formaciones con poco background suelen experimentar crisis de crecimiento. Y Cs está siendo víctima de su propio éxito. Pero será cuestión de que reflexionen, organicen escuelas de pensamiento y no se olviden de los intelectuales que les alentaron al comienzo. En este sentido, tal vez podrían constituir un órgano de notables o consejo de sabios. Sería de utilidad en momentos de probable desorientación ideológica.
Los defensores de la inmersión lingüística en las escuelas catalanas suelen argumentar que ésta garantiza la “cohesión”. ¿Un modelo bilingüe amenazaría dicha cohesión?
Lo que el nacionalismo entiende por cohesión social no es más que uniformización, una forma más presentable del dogma un sol poble, una sola llengua. En puridad, a los defensores de la inmersión les trae sin cuidado la cohesión, y prueba de ello es que han impulsado el procés, que ha resultado en una quiebra de la convivencia en Cataluña. Cómo puede uno llenarse la boca de cohesión social, por un lado, mientras por otro promueve un proyecto político cuyo único efecto real es la fractura de la sociedad catalana. Ese supuesto clamor por que “no se separe a los niños y niñas catalanes por la lengua”, y que socialistas como Iceta, por cierto, se han esmerado en atizar, es una falacia.
Así que la respuesta es sí, un modelo bilingüe amenazaría esa cohesión. Y uno trilingüe la haría trizas. Hablo, insisto, de la acepción perversa del término que el nacionalismo ha puesto en circulación, no de la cohesión comúnmente entendida.
Son muchos los que señalan que, después del procés, el catalanismo político ha pasado a mejor vida. ¿Debemos alegrarnos o lamentarnos?
Alegrarnos, sin duda. El catalanismo es una expresión más del nacionalismo, y no la menos arrogante ni supremacista. Lo insólito es que el principal defensor del catalanismo haya sido Madrid, y sobre todo la prensa de Madrid.
Según Pedro Sánchez, el auge del separatismo se debería a que los catalanes tienen un Estatuto que no han votado. ¿Comparte el diagnóstico?
No, en absoluto. Ahora bien, Sánchez no va del todo desencaminado, pero no por las razones que él alega, sino porque en ese referéndum no participó ni el 50% del electorado. Entre la mayoría de la población no suscitó más que indiferencia y desprecio. Pero ni esa circunstancia ni el hecho de que el Tribunal Constitucional anulara 14 artículos —en un mecanismo perfectamente legítimo— autoriza a decir que el Estatuto no se votó. Lo que pretende Sánchez es reforzar la teoría de que el procés es fruto del recorte del TC. Y no, la sentencia —que, por cierto, conservaba el término nación en el preámbulo— no desencadenó nada que no estuviera en la hoja de ruta del pujolismo. Hasta tal punto es así, que ningún nacionalista sabe citar uno solo de los 14 artículos que suprimió el TC.
Por su parte, Podemos ha vuelto a defender esta semana la celebración de un “referéndum pactado” como única vía para solventar el conflicto soberanista. ¿Es una solución?
La única solución es derrotar al nacionalismo, del que, por cierto, también forman parte Podemos y su mundo, que nunca son la solución a nada sino parte del problema.
Después de las elecciones del 28 de abril, ¿estaremos mejor o peor en Cataluña?
En Cataluña vamos a estar moderadamente mal durante al menos tres o cuatro generaciones. El constitucionalismo ha logrado contener el procés, pero el perjuicio que éste ha ocasionado no se resuelve con unas elecciones.
Por Óscar Benítez
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