El Senado romano no era un órgano legislativo que elaboraba leyes como lo entendemos hoy en día, porque se limitaba a ratificar las leyes votadas en los comicios, que eran asambleas de ciudadanos en las que se expresaba la voluntad popular. Otra función del Senado era la de aconsejar a los magistrados, que eran los cónsules que ejercían una especie de poder ejecutivo, y los pretores que ejercían el poder judicial, que a groso modo se asemejaban a lo que entendemos hoy en día por jueces. Otra facultad del Senado era la de dirigir la política exterior y decidir las declaraciones de guerra, cuestión esta última muy importante en una república y luego imperio, belicista y expansionista. Además el Senado romano desarrollaba un cierto control de las finanzas del Estado.
Gran parte de los asuntos de la política romana se debatían en el Senado, pero rara vez se acordaban decisiones que llegasen realmente a ejecutarse, porque en la mayoría de los casos todo quedaba en discusiones teóricas, que solo servían para el lucimiento del senador que ostentara la palabra.
Con la caída de la República y la institucionalización del Imperio a partir de César Augusto, se redujeron los poderes y las competencias del Senado, y el propio emperador asumió el poder legislativo arrebatado a las asambleas populares de los comicios, haciendo converger en su augusta persona la capacidad de dictar leyes, y los poderes ejecutivos que le venían conferidos por su figura heredada de los antiguos cónsules. El Senado imperial se convirtió en una especie de asamblea de aduladores del emperador, en la que siempre podía haber un sector crítico, pero que era solapado por la mayoría de acomodaticios senadores sirvientes del poder.
Si bien en la época republicana los cónsules debían de acudir ante el Senado para dar cuenta y justificar las acciones de su mandato, pudiendo ser reprendidos o incluso exiliados de Roma, si su actuación no satisfacía al Senado; en la época imperial el emperador como ser divino, solía comparecer exultante ante el Senado para explicar la gloria de sus campañas militares y de sus conquistas.
El hecho de conocer la historia como memoria de la humanidad, nos lleva al convencimiento de que aunque no siempre, muchas veces la historia se repite, y sólo cambian los personajes y las fechas, pero las acciones son las mismas. Por ello en la España actual, dejando al margen el Senado español como cámara refrendadora de las leyes que promulga el Congreso, es precisamente el Congreso de los Diputados que se ser una cámara netamente legislativa desde que se promulgó la Constitución de 1978, con la presidencia del nuevo emperador Pedro Sánchez, se está asemejando cada vez más al Senado romano republicano, y sobre todo al imperial.
Si antes he dicho que el senado romano se limitaba a ratificar las leyes votadas en los comicios, en la actualidad el Congreso con los diputados socialistas y sus aliados, se limitan a ratificar las leyes que ya no emanan de los comicios populares, sino de los partidos políticos como el PSOE, Sumar, Junts, ERC, Bildu, etc… que son los que llevan los proyectos de ley al Congreso para que sean aprobados.
Si antes he dicho que otra facultad del Senado de la República era la de aconsejar a los cónsules, que eran una especie de presidentes temporales de la República de Roma: lo que está claro es que el presidente del Gobierno Sr. Sánchez no se deja aconsejar por nadie, y sus decisiones las toma bajo su libre albedrío.
Si antes he dicho que el Senado dirigía la política exterior y decidía sobre las declaraciones de guerra. Bajo el sanchismo la política exterior la dirige Sánchez, aunque por lo menos en lo que a declaración de guerra respecta, el Sr, Sánchez de momento no puede interferir porque según establece el artículo 63.3 de la Constitución, «al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz».
Si antes he dicho que gran parte de los asuntos de la política romana se debatían en el Senado, pero rara vez se acordaban decisiones que llegasen realmente a ejecutarse, en este aspecto en la actualidad el Congreso de los Diputados no difiere mucho con el Senado romano en este sentido, porque el Grupo Parlamentario Socialista está en manos de sus socios de la ultra izquierda, separatistas y filoterroristas, que pueden no aprobar las leyes que les apetezca.
Con la caída de la República vino el Imperio, y ahora la democracia parlamentaria está siendo sustituida por el Sanchismo, en el que el poder legislativo se pone a merced del poder ejecutivo que dicta este nuevo emperador. Si antes he dicho que el Senado imperial se convirtió en una especie de asamblea de aduladores del emperador, en la que siempre podía haber un sector crítico, pero que era solapado por la mayoría de acomodaticios senadores sirvientes del poder, en la actualidad ese sector crítico defensor de la democracia y del Estado de derecho lo personifica VOX y el Partido Popular, que se esfuerzan día a día en evitar la concentración de poder en el nuevo emperador Sánchez, que ha implantado una forma de hacer política que actúa como una apisonadora liberticida, que en España se define como «sanchista» y en América como «bolivariana».
El emperador romano no necesitaba al Senado para emitir leyes, y en la actualidad el Sr. Sánchez ha convertido el decreto ley en un instrumento habitual, para promulgar normativa jurídica a espaldas del Congreso de los Diputados, hasta el punto en el que el 70% de las normas con rango de Ley las emite el Gobierno en Consejo de Ministros y no el Congreso, cuando según establece el artículo 86 de la Constitución los decretos ley se han de dictar «en casos de extraordinaria y urgente necesidad».
Si antes he dicho que en la época imperial el Emperador como ser divino, solía comparecer exultante ante el Senado para explicar la gloria de sus campañas militares y de sus conquistas; pues en el actual Congreso recuerdo como a petición del presidente del Gobierno, los diputados teníamos que soportar estoicamente las comparecencias del excelso Perdo Sánchez, que sin límite de tiempo nos brindaba en la tribuna del Congreso unos larguísimos discursos, en los que nos explicaba lo bien que lo estaba haciendo «él», y lo bien que lo hacía «su» gobierno. Curiosamente cuando hablaba el presidente del Gobierno, era cuando más lleno estaba el bar del hemiciclo. La empanadilla vencía a la empanada mental, el montadito vencía al montaje, el bocadillo de bonito del norte vencía al bonito sin norte, y el cortado vencía al que no se corta nada a la hora de mentir. No había bocadillos de chorizo y tampoco había fruta.
¡Ave Sánchez!
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