La imputación definitiva del fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos tras ser rechazado su recurso ante la Sala de Apelaciónd del Supremo, representa un golpe demoledor para la credibilidad de una de las instituciones clave del Estado de derecho. Que el máximo representante del Ministerio Público se vea señalado por el Tribunal Supremo por una conducta tan grave no es un asunto menor ni puede despacharse como un “ruido mediático”, tal como algunos en su entorno pretenden. Es un síntoma preocupante de degradación institucional.
Los hechos por los que ha sido imputado no se refieren a decisiones polémicas o valoraciones interpretables, sino a la posible difusión intencionada de información protegida. Si se confirman las sospechas, estaríamos ante un uso espurio del poder fiscal, orientado no al servicio de la justicia, sino a fines personales o políticos. Resulta especialmente grave que quien tiene la responsabilidad de velar por la legalidad sea ahora investigado por violarla.
En lugar de marcar una línea clara entre la ética institucional y la lealtad partidista, el Ejecutivo parece más preocupado por blindar a García Ortiz que por proteger la integridad del sistema judicial. Esa connivencia institucional erosiona la confianza ciudadana y alimenta la percepción de impunidad entre las altas esferas del poder.
La permanencia de García Ortiz al frente de la Fiscalía no solo resulta insostenible desde el punto de vista ético, sino también perjudicial para el propio funcionamiento de la justicia. ¿Con qué autoridad puede ordenar actuaciones o emitir directrices mientras pesa sobre él una acusación tan seria? La Fiscalía necesita imparcialidad y ejemplaridad, no escándalos.
Si algo exige la ciudadanía en estos tiempos es transparencia y responsabilidad. Álvaro García Ortiz debería dar un paso al lado por respeto a la institución que representa. Y si no lo hace él, debería ser el Gobierno quien asuma el coste político de cesarlo. La justicia no puede permitirse que su máxima figura esté bajo sospecha sin consecuencias.
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