Los constitucionalistas catalanes somos gente razonable y de paz. Si se trata de lengua, apostamos por el bilingüismo y la coexistencia en libertad. Si se trata de convivencia, preferimos el argumento al grito, el individuo a la masa, la ley a la imposición.
Con frecuencia, los constitucionalistas catalanes somos, también, gente ingenua. Pensamos que el arroyo de la ley, por si sólo, se llevará por delante cualquier impedimento, dejando un campo verde y fértil sobre el que construir esa sociedad posible y soñada, respetuosa con los derechos de todos, indiferente ante las opiniones diversas porque todas tendrán cabida en un marco de concordia. Pensamos, inocentes, que la simple exposición y difusión de nuestras razones será suficiente para que los muros de la intransigencia se vengan abajo sacudidos por el eco de nuestras trompetas argumentales.
Vivimos atrapados en una contradicción. Llevamos a cabo iniciativas fundamentales, esenciales en la lucha contra el sectarismo nacionalista que dan frutos históricos: denuncias, sentencias judiciales, reconocimiento de derechos y de los abusos sistemáticos por parte del poder nacionalista. Escribimos extensos y numerosos artículos detallando minuciosamente cada uno de nuestros argumentos y victorias. Organizamos conferencias, debates, mesas redondas en las que nos sobran razones y falta tiempo para denunciar cómo una mayoría de ciudadanos catalanes vive sometida a un poder con aliento totalitario que merma sus derechos e intenta reducirlos a la condición de súbditos. Pero esto no es suficiente.
La batalla contra el nacionalismo es el enfrentamiento entre la razón y la ideología, entre la democracia y el totalitarismo, entre el derecho y la imposición, entre la libertad y el sometimiento. No hay zona de encuentro, no hay punto intermedio, no hay entente cordial posible. A lo largo de toda la historia, ningún régimen totalitario se ha derrumbado ante la evidencia de un buen argumento o una sentencia judicial irrefutable. Ningún dictador se ha vuelto a su casa, cabizbajo y arrepentido por haber sido un chico malo, tras un debate intenso y profundo en el que se haya visto desarmado por argumentos racionales incontestables. No basta. Hace falta algo más.
Yo iré el 18 de septiembre a la manifestación convocada por Escuela de Todos en Barcelona para que el español sea lengua vehicular en la educación catalana. Yo iré a la manifestación porque, aunque las resoluciones judiciales sobre el 25% han dado una patada al tablero de juego nacionalista y suponen un antes y un después en la lucha por los derechos y libertades de todos, es necesario un esfuerzo extra. El nacionalismo nunca aceptará ninguna resolución judicial que lo contradiga. El nacionalismo no acepta que se le contradiga. Punto. Una ideología esencialista, liberticida, no puede aceptar el marco de la ley porque la ley es moderación, matiz, acuerdo, renuncia. La ley es incompatible con el tuétano de su pensamiento. Trileros experimentados, lo han vuelto a hacer con sus últimas estrategias de aplazamiento judicial, lanzando el balón hacia delante, alargando la agonía de un modelo lingüístico finiquitado. Lo han vuelto a hacer. Lo volverán a hacer.
Es necesario salir a la calle. Es imprescindible que el nacionalismo ponga cara y ojos a los que se le enfrentan. Tienen que vernos, tienen que sentir esa respuesta social como una amenaza cierta al estribillo de nuestra insignificancia. El nacionalismo utiliza nuestro silencio contra nosotros. Nos elimina, nos niega. No somos. Tan importante como las baterías argumentales, como la acción judicial, es levantar la voz y que se nos oiga y vea en las calles. El régimen nacionalista en Cataluña sólo desaparecerá cuando una respuesta social masiva y explícita lo deslegitime. El catalán, para el nacionalismo, es sólo una herramienta, una antorcha más en su interminable marcha nocturna, otro ladrillo en su muro. Lo que está en juego no es el futuro y salud de una lengua, es el dominio político y social de unas élites y el silencio y sometimiento del discordante. Por eso tienen que vernos, por eso tenemos que dar la cara.
Tras el asesinato de JFK, la pregunta “¿Dónde estabas cuando dispararon a Kennedy?” entro en la cultura popular americana, simbolizando el poder de las experiencias compartidas para marcar, como guijarros dejados caer a lo largo de nuestras vidas, el camino de regreso al hogar de nuestra memoria. Es significativo como estos puntos que nos inscriben en una determinada sociedad y momento histórico tienen como rasgo compartido la idea de la intolerancia. El triunfo de la intolerancia, con tantas fechas en lo que llevamos de siglo (¿Dónde estabas cuando el atentado de las Torres gemelas? ¿Dónde estabas cuando los atentados de Atocha? ¿Dónde estabas cuando el referéndum del 1-O?). O la derrota de la intolerancia (¿Dónde estabas cuando cayó el muro de Berlín? ¿Dónde estabas el 8-O?).
Este 18 de septiembre, cuando la intolerancia vuelve a ser una amenaza cierta y tangible, tenemos una cita inexcusable con nuestro deber y nuestra responsabilidad como ciudadanos libres. Este 18 de septiembre tenemos una cita inexcusable con nuestro yo futuro, que a la pregunta de “¿Dónde estabas el 18 de septiembre?” podrá contestar con orgullo: “En Barcelona. Defendiendo la libertad, la democracia y los derechos de todos.”
Carlos Silva. Vicepresidente de Impulso Ciudadano y miembro de Docentes Libres
#YoVoy18SBCN #EspañolLenguaVehicular
NOTA DE LA REDACCIÓN DE ELCATALÁN: En estos momentos de crisis y de hundimiento de publicidad, elCatalán.es necesita ayuda para poder seguir con nuestra labor de apoyo al constitucionalismo y de denuncia de los abusos secesionistas. Si pueden, sea 2, 5, 10, 20 euros o lo que deseen hagan un donativo aquí.
no recibe subvenciones de la Generalitat de Catalunya.
Si quieres leer nuestras noticias necesitamos tu apoyo.