A estas alturas, estoy convencido de que cualquiera estará de acuerdo conmigo en que en Cataluña la discusión sobre la inmersión lingüística es inútil porque está viciada de entrada, sea porque los interlocutores sostienen dogmáticamente puntos de vista incompatibles, sea porque les mueven intereses ajenos a la lengua (que, aunque inconfesables, cada vez son más francamente confesados).
También creo que habría acuerdo más o menos generalizado en que la discusión está viciada por falsedades o, peor aún, medias verdades. La más repetida de estas últimas es: “la inmersión es un procedimiento de éxito”. ¿Éxito en qué? La inmersión, en todo caso, es una técnica reconocida como muy eficaz para aprender una segunda lengua (ésta es la media verdad), sin embargo, todos los expertos están de acuerdo –desde hace mucho tiempo– en que, para que tenga éxito es preciso: a) que sea voluntaria, b) que no sea precoz, y c) que la lengua materna del sujeto de la inmersión goce de reconocimiento y consideración (que la inmersión a la catalana no cumple ninguno de estos tres requisitos es lo que se omite en el mantra; fin del “éxito”). Volveré al final sobre el tercero que tiene más importancia de la que puede parecer.
Cómo tratar la enseñanza de la lengua en comunidades con dos idiomas a nadie se le escapa que es un problema político complejo. No me propongo abordar aquí el aspecto técnico que, sin ser menor, creo que se dispone de recursos científicos suficientes para resolverlo, sino el propiamente político. En el planteamiento inicial queda sobreentendido que ésta es una pregunta que se hace el poder frente a la sociedad. Es decir, el gobernante o legislador con responsabilidades se pregunta: ¿qué debo hacer en relación con las lenguas? Y este “qué debo hacer” implica ciaerta posibilidad de intervención, de tomar decisiones que afecten al estado de las lenguas en la sociedad a través de su enseñanza o que sean consecuencia del mismo, que lo modifiquen o que lo perpetúen.
Hay dos formas de enfocar el tratamiento político de las lenguas que podríamos llamar intervencionismo y liberalismo. Primera opción: el poder político debe inmiscuirse en el estado de las lenguas para modificarlo y adaptarlo a un cierto patrón o modelo ideal (que, en las sociedades democráticas, –no nos podemos pasar esto por alto– debería contar con un respaldo tan mayoritario, por lo menos, como el consenso constitucional). Llamemos a esto intervencionismo lingüístico.
Segunda: alternativamente, podríamos considerar que el gobernante no debe tratar de alterar el estado de las lenguas en su comunidad y, por tanto, debe dejar que sean los hablantes los que articulen, de acuerdo con su libre criterio o al azar, los cambios que se van a producir en el mismo (igualmente la situación lingüística va a cambiar, porque las lenguas y los gustos de los hablantes evolucionan irremediablemente, pero los cambios no serán fruto de ninguna regulación). Sea esto el liberalismo lingüístico.
En el caso del intervencionismo, hay dos alternativas: buscar la extinción de una de las lenguas, con lo que el problema “desaparece”, o perseguir la permanencia de ambas. Esta segunda, se desdoblaría potencialmente en varias otras, según pretendamos la predominancia de una lengua sobre otra (en distintos grados o porcentajes posibles) o una equiparación de ambas en situación de estricta igualdad. Por su parte, el liberalismo deja el asunto a la libre decisión de cada individuo, tal como podría ocurrir en una situación de libre mercado. La administración en su integridad (escuela incluida) debería ser estrictamente bilingüe para adaptarse a las preferencias lingüísticas de los ciudadanos. Lo describía magistralmente el malogrado Jesús Mosterín en un célebre artículo en El País.
No deben confundirnos los términos liberalismo e intervencionismo. Pese a que están tomados del debate político, tienen poco que ver con él. La libre elección de lengua no es una opción de la clase dominante como podría serlo el ultraliberalismo económico. En Cataluña, bien al contrario, la clase dominante opta por el monolingüismo con la intención de perpetuar su situación de dominio indefinidamente. No nos engañemos, en Ítaca, el catalán sería la lengua única.
Estos modelos no son meramente teóricos. El régimen de Franco impuso el español como lengua única de la administración y de la escuela en toda España. Tengo amigos que aspiran a una futura recuperación de este estado de cosas como un medio para acabar con la sempiterna disputa lingüística. Ambos no hacen sino aplicar el principio que se defendió en tantas ocasiones en la Cataluña postransición y que muchos aplaudirían aún hoy: “Un sol país, una sola llengua”.
Porque la inmersión lingüística obligatoria, el sistema “de éxito” adoptado por las autoridades catalanas, no es más que la mera opción intervencionista, aquella cuyo objeto es la sustitución progresiva del español por el catalán, hasta reducir el primero a una lengua residual que los individuos puedan utilizar exclusivamente en el ámbito de sus relaciones personales (en la intimidad, como dijera D. José María Aznar), mientras que la administración y la escuela son integralmente monolingües en catalán.
Los partidarios del bilingüismo, una opción intervencionista mucho más empática desde mi punto de vista, defienden que, puesto que la sociedad es bilingüe, la obligación de las autoridades es preservar esa realidad social. ¿Qué fin perseguiría la perpetuación de una situación de bilingüismo reforzada a través de una educación en que las dos lenguas ocuparan idéntico espacio? Serviría para implementar la paz social y para garantizar la preservación de los derechos individuales, según la hipótesis de sus defensores. Los detractores afirman que este sistema debilitaría aún más la lengua “más débil”, sin explicar muy bien por qué. Por otro lado, los funcionarios o trabajadores que se encuentren en Cataluña en un destino provisional tendrían casi los mismos problemas para la escolarización de sus hijos que en la situación actual.
Por último, es situación conocida en nuestras aulas que alguno de los pupilos, en una proporción nada desdeñable, terminan su escolarización obligatoria sin dominar suficientemente ninguna de las dos lenguas. Puede que eso no se deba (o no solo) a un defecto del sistema educativo, sino al hecho de que hay personas que tienen dificultades para aprender bien incluso su propia lengua (una sola).
El modelo liberal, deja a cada familia el derecho a elegir cómo quiere que sus hijos sean escolarizados y a cada persona el de decidir en qué lengua desea que la Administración se le dirija. En principio, ninguna otra opción es tan respetuosa con los derechos de las personas. Y cabe resaltar entre sus ventajas que no excluye ninguno de los anteriores sistemas, puesto que las administraciones pueden presentar distintas opciones de escolarización que vayan desde el monolingüismo estricto hasta el bilingüismo estricto, con todas las variantes intermedias que se quiera.
Si se garantiza, además, que en todas las opciones monolingües se enseña obligatoriamente la lengua alternativa, se estarían satisfaciendo las condiciones que las recientes sentencias del Constitucional establecieron en su interpretación de la Constitución.
Por ello, mi opción es la libre elección y lo es también de Hablamos Español, el movimiento que promueve una Iniciativa Legislativa Popular para que el Congreso discuta una propuesta de Ley de Libertad de Elección de Lengua. Está a punto de cerrarse la recogida de firmas para esa ILP y el próximo domingo, a las 12:00h, Hablamos Español convoca a la ciudadanía a una manifestación que partirá de la Plaza de la Universidad de Barcelona y discurrirá hasta la Plaza de San Jaime, vía Plaza Urquinaona, bajo el lema “Contra la imposición lingüística y el adoctrinamiento”. Les invito a participar en ella, si están de acuerdo con el objetivo. La libre elección de lengua es la mejor arma contra la imposición lingüística.
Ni bilingüismo, ni libertad de elección, van a conseguir sus propósitos, sin embargo, si falla el puntal principal sobre el que se apoyan: el mutuo respeto y el mutuo reconocimiento y consideración, como mencionaba al empezar. Del mismo modo que la inmersión no tiene éxito si el inmersionado siente que su lengua es objeto de desprecio, el bilingüismo (aunque exista aparentemente la libre elección de lengua) será imposible, si socialmente sigue sosteniéndose la tesis de que el español es una lengua de imposición, y se estrellará contra el muro de la incomprensión, como han fomentado que ocurra en la Comunidad Autónoma Vasca.
Mientras el nacionalismo secesionista siga empeñado en menospreciar a la mitad de sus conciudadanos para conseguir sus objetivos, no hay esperanza. Esto es algo que debe cambiar profundamente, si no queremos dar el golpe de gracia definitivo a esta sociedad ya enferma.
Antonio Roig Ribé, de la Asociación por la Tolerancia
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