Hace unos años, Pedro Sánchez y Pablo Casado, presidente del gobierno (ejecutivo) y presidente del principal partido de la oposición (legislativo), llegaron a un impúdico acuerdo para renovar el Tribunal Constitucional. Sin embargo, este aspecto lo regula la Constitución en el artículo 162 “El Tribunal Constitucional se compone de 12 miembros nombrados por el Rey; de ellos, cuatro a propuesta del Congreso por mayoría de tres quintos de sus miembros; cuatro a propuesta del Senado, con idéntica mayoría; dos a propuesta del Gobierno, y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial.”
Tras el acuerdo, cada magistrado se sentó en el asiento correspondiente al partido que lo había propuesto -según los informativos de todas las televisiones- presumiendo las mayorías que se iban a producir en los trascendentales asuntos que el Tribunal Constitucional tenía pendientes. Persiste en la retina aún la ignominiosa imagen de la mesa ovalada con 12 sillones y cada uno del color que representa al partido político correspondiente.
Posteriormente, este órgano de «garantías» de la Constitución -se le ha llamado el legislador negativo (determina qué leyes no encajan en ella, teniendo la capacidad de derogarlas)- ha estado envuelto en numerosas polémicas y enfrentamientos institucionales, por haber cumplido fielmente las expectativas que presumían los medios y porque casi nadie duda de que seguirá haciéndolo en todos los demás asuntos.
El vicio de la partitocracia, que anula instituciones fundamentales para la democracia, como el diputado y el senador (Las Cortes), ha entrado de lleno en el Tribunal Constitucional, primando la adscripción ideológica o partidista de cada uno de sus miembros a cualquier otro aspecto. Varios de ellos fueron altos cargos del gobierno anterior, sin sucesión de continuidad. Este órgano de control de constitucionalidad de las leyes pierde su función primordial, si está dirigido desde la inmediatez del interés político-partidista y no se guía únicamente por la letra y el espíritu de la Carta Magna. Hoy se percibe, de forma generalizada, como un instrumento más para impedir la independencia judicial y el imperio de la ley. Lo que es más grave, de la más importante en democracia, que es la Constitución. No se trata desgraciadamente de una percepción equivocada.
En esta tesitura, cabe preguntarse ¿por qué, si la Constitución es la primera norma, no es tratada como tal y es interpretada por los órganos jurisdiccionales, que son quienes tienen en un sistema democrático, en exclusiva, el poder de interpretación y aplicación de las leyes? Es extraño, cuando menos, que el artículo 163 de la propia Constitución impida a los jueces y tribunales hacerlo ya que, ante la posible inconstitucionalidad de la ley a aplicar, solo pueden plantear la cuestión ante el Tribunal Constitucional, sin que eso tenga siquiera efectos suspensivos de la norma.
Así, por ejemplo, nos encontramos con que el inconstitucional sistema educativo catalán -la llamada inmersión lingüística- esté aplicándose aún, afectando a la formación de varias generaciones de jóvenes ya, a falta de una sentencia que determine la obviedad de que aquellas leyes de 2022, aprobadas por el parlamento catalán, se dictaron para desamparar a quienes el TC anterior dio amparo en sus derechos fundamentales. Por citar un caso, flagrante donde los haya. ¿Realmente se necesitan años para resolver esta cuestión?
No parece que este órgano pueda volver a ser un freno para contener el interés del gobernante por controlar todo el sistema, desde la emisión de la ley hasta su aplicación, desde el reglamento hasta la Carta Magna, sino todo lo contrario, otro instrumento a su servicio para acabar de rematar a Montesquieu y la separación de poderes. Entre otras cosas por estar fuera del poder judicial y por el viciado nombramiento de sus miembros. Por eso, no es descabellado plantearse dejar, de una vez por todas, la interpretación y aplicación de las leyes a los órganos jurisdiccionales competentes, Jueces y Tribunales, funcionarios de carrera, independientes, que actúan bajo criterios técnicos y cuyo prestigio está por encima de su adscripción política (generalmente). E insistir en esa línea, promocionándolos, solo por su preparación y valía profesional, sin injerencia alguna por parte del poder político.
Si la justicia es la encargada por la Constitución, en exclusividad, para aplicar e interpretar las normas y para garantizar su cumplimiento, ¿por qué se sustrae de su función a la primera de ellas? ¿No ofrece mayores garantías y seguridad jurídica a la ciudadanía que sean los jueces y tribunales quienes la apliquen e interpreten técnicamente, sin injerencias por parte del poder político?
Juan R. Mata Granados. Abogado. Asociación Aixeca’t-Levántate. Unidad de Asesoría Legal
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