Ada Colau ha tenido, durante muchos meses, los dos pies más fuera que dentro de Barcelona, ante los cantos de sirena de la vicepresidenta Yolanda Díaz para dar el salto a la política nacional y de algunos organismos internacionales en los que la política de escaparate de la alcaldesa ha ‘colado’ para que parezca una buena gestora. Se nota que dichos prebostes no viven en la capital catalana, o no pensarían igual, pero Colau ha sido lista a la hora de venderse como una política “diferente”, “próxima” y con soluciones “novedosas”. Todo propaganda, pero ha conseguido vender su mercancía averiada.
Al final, la no concreción del eterno proceso de “escucha” de Yolanda Díaz, y el pánico que se ha levantado entre los comunes ante la perspectiva de perder sus chollos en forma de cargo público y tener que volver al mercado laboral — con el chusco episodio de 17 altos cargos municipales presentándose a unos exámenes municipales para acceder a la bolsa de empleo municipal del municipio que ellos mismos y sus colegas de partido gobiernan — han convencido a Colau que es mejor buscarse la vida fuera del Ayuntamiento un poco más adelante.
Y es que aunque las perspectivas electorales de Colau no son buenas — con suerte, triple empate con ERC y PSC, en un escenario más realista sería tercera fuerza del pleno –, son infinitamente mejores de las que podría conseguir cualquier otro candidato que presenten los comunes. Los ‘suyos’ la han presionado para intentar mantener el chollo, sobre todo si los vetos cruzados de ERC y PSC le facilitan la alcaldía. Colau se presenta con el único objetivo de mantener el ‘comedero’ de los comunes, aunque lo revestirá con frases tan bonitas como “quiero seguir trabajando para la gente” o “hemos de culminar nuestro proyecto de ciudad”. Pero sus objetivos reales son mantener a su clientela bien alimentada e intentar solucionar, desde el poder, sus problemas judiciales.
No lo tendrá fácil. Barcelona es más pobre, más sucia y más insegura que en el 2015, cuando comenzó su mandato. Su único proyecto real ha sido expulsar al vehículo privado de la ciudad, pero sin dotar al transporte público de los medios suficientes. Ha conseguido deteriorar la convivencia en la ciudad, y su sectarismo ideológico le ha llevado a apoyar continuamente las propuestas excluyentes y supremacistas del separatismo. Ni siquiera batalló para que en un barrio de los que la votan, Meridiana, un par de docenas de radicales secesionistas dejaran de molestar a los vecinos durante cerca de tres años.
Aún así, la fragmentación de la política barcelonesa hace que sea posible que pueda conseguir un tercer mandato, sobre todo si PP, Cs, VOX y Valents no buscan fórmulas para evitar que más de uno de estos partidos se quede sin representación. Una encuesta de Metrópoli Abierta — aunque nos la creemos muy poco, y nuestras razones tenemos — asegura que de estas cuatro formaciones solo Cs tendría representación. Aunque es solo un sondeo — y con resultados demasiado curiosos –, no deja de ser un aviso. Aún así, que Colau tenga posibilidades de seguir al frente de la alcaldía tras su pésima gestión y sus problemas judiciales demuestra que algo funciona muy mal en la política catalana.
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