Hace ya un año desde que los nacionalistas que han gobernado en Cataluña demostraron su absoluto desprecio por las instituciones y las normas que han ordenado la convivencia política desde la transición. Obsesionados con la ruptura y con una mayoría parlamentaria –que no social- que no les permitía ni siquiera reformar el Estatuto de Autonomía de Cataluña, la trama tejida entre Convergencia, ERC la CUP y sus satélites pretendió imponer su proyecto pasando por encima de la legalidad democrática.
La democracia se fundamenta en elementos de fondo y de forma, que están intrínsecamente ligados. En el fondo están los principios de igualdad, libertad y justicia vinculados al concepto de ciudadanía. El respeto a las formas garantiza la vigencia de esos principios, que se expresan en las leyes y las normas del funcionamiento parlamentario. Al saltarse la Constitución, el Estatuto y el reglamento parlamentario, los separatistas demostraron su disposición a anular la democracia para imponer su agenda ilegal.
El jurista Hans Kelsen definió el golpe de Estado como aquella modificación de la legalidad al margen de los procedimientos legales. Y eso es lo que vivimos en Cataluña los días 6 y 7 de septiembre de 2017: pretendieron sustituir la legalidad democrática de forma ilegítima, con una mayoría parlamentaria que no respalda ni siquiera la mitad de los catalanes.
Ha pasado ya un año desde las fechas de la vergüenza, y no ha habido una rectificación por parte de los dirigentes nacionalistas. Durante años inflamaron los ánimos de una parte de la población, a través de exaltaciones identitarias y de victimismo para prometerles un mundo ideal que consiste levantar una frontera entre Cataluña y el resto de España. Les aseguraron que lo tenían todo preparado, que tenían atados los apoyos internacionales, y que iban a vivir mejor. Todo era mentira y no se atreven a reconocerlo.
En lugar de eso quieren mantener viva una ilusión para ocultar el engaño y los daños causados. Nos saturan con discursos nacionalistas y ocupando el espacio público con unos símbolos ideológicos que sólo sirven para recordarnos su atropello contra los derechos que deben regir en un sistema democrático. Niegan la fractura y la erosión de la convivencia y los afectos entre catalanes. Niegan que hayan causado un perjuicio a la economía catalana, que se percibe a través de indicadores como la huida de empresas, la fuga de depósitos o la contracción del turismo y el consumo. En lugar de reconocer la realidad y pedir disculpas a los catalanes, siguen calentando las calles.
Pero hace un año que están desenmascarados como lo que son. Su actitud autoritaria de aquellos días los rebeló como dirigentes incapaces de respetar los derechos y la dignidad de los ciudadanos de Cataluña. Que mienten de forma sistemática tanto para justificar sus objetivos políticos como para buscar el apoyo electoral. Que se burlan cuando agreden a una mujer que retiraba simbología separatista del espacio público. Que son capaces de nombrar como presidente de la Generalitat a un individuo que llama bestias con apariencia humana y tara genética a una parte de los catalanes por razón de lengua u origen. Ahora que ya hemos visto su verdadera cara, no la debemos olvidar.
A partir de ahora, los días 6 y 7 de septiembre de cada año serán unas fechas en las que no solo recordaremos el golpe de Estado perpetrado por el separatismo, sino la verdadera cara del nacionalismo catalán.
Sergio Sanz es diputado de Cs en el Parlament
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