Con frecuencia vemos que, cuando un político es cogido en falta, de entrada, lo niega todo, por muy evidentes que puedan ser las pruebas que lo incriminan. Supongo que debe ser por un instinto de conservación (del poder, entiéndase aquí). Luego, algunos, los menos, acaban admitiendo algún tipo de responsabilidad, aunque suelen utilizar argumentos peregrinos para justificar sus trapacerías. De todos modos, lo más habitual es negar los hechos por más evidentes que sean y estén contrastados.
Recientemente hemos asistido a un caso de estas características, me estoy refiriendo a Mónica Oltra que era vicepresidenta del Gobierno de Valencia. En algún momento de 2016, una menor de 14 años, tutelada e interna en un centro concertado con la Generalitat valenciana, relató a una amiga que había sido víctima de abusos por parte de un educador del centro, el entonces marido de Mónica Oltra. Se iniciaba así un caso que la ha puesto políticamente contra las cuerdas y que finalmente la ha obligado a dimitir. Porque tras una larga investigación, ahora, la fiscalía la acusa de presunto encubrimiento de su expareja y ocultación de pruebas
Lo sorprendente es que Compromís (su partido) convirtió un acto, celebrado en Valencia, en una fiesta de apoyo a su principal líder. ”Si tocan a una, nos tocan a todos”, dijo el diputado Joan Baldoví que, al igual que otros dirigentes, instaron a la vicepresidenta a no dar “ni un paso atrás”. “Nadie te hará bajar la cara”, dijo la portavoz adjunta de la formación en las Cortes valencianas, Águeda Micó. “Si alguno puede soportar la presión es Compromís y Mónica Oltra”, añadió. Allí la lideresa, además de echar la culpa a la derecha, cantó, rio, bailó y lloró… Pocos días después dimitía de todos sus cargos.
En Cataluña, llevamos semanas arrastrando un caso que tiene muy mala pinta: el affaire Laura Borrás. No voy a insistir en ello. Estos días está en todos los medios de comunicación, yo mismo lo traté en una columna en esta magnífica ventana que es el Catalán.es. Si quiero, no obstante, destacar aquí como Borrás ha ido girando su defensa, de negarlo todo, en un principio, a argumentar ahora que es inocente, pero que si cometió algún delito no era corrupción (el fiscal pide pena de prisión, 6 años e inhabilitación, 15, más una multa de unos 144.000 euros por falsedad documental, pero desestima la corrupción que sí consideraba el juez instructor) y, por consiguiente, Borrás opina, que no tiene por qué dimitir como presidenta del Parlament.
En 2017, la entonces diputada por la CUP, ahora huida a Suiza, Anna Gabriel presentaba una resolución en el Parlament, según la cual la Cámara catalana debería suspender a un diputado cuando fuera acusado en firme de corrupción, la iniciativa fue aprobada con los votos de la mayoría independentista.
Con toda probabilidad Laura Borrás deberá sentarse en el banquillo en el próximo otoño. Sin embargo, ella se agarra, a un clavo ardiendo, para no renunciar a su cargo, en su defensa arguye qué en el Código Penal, el término corrupción no existe como tal. El concepto subyace en diez delitos. En esas circunstancias, la interpretación ha de ser necesariamente política y ese es el quid de la cuestión.
No voy a entrar en la martingala jurídico-técnica (ni es lugar ni me corresponde a mí hacerlo), me voy a limitar a plantear una pregunta que me parece obvia: ¿Debe una persona imputada por mangonear en los dineros públicos ser la presidenta de una institución como el Parlament y que es, por eso mismo, la segunda autoridad de Cataluña? La respuesta, en mi opinión, aún es más obvia que la pregunta: No.
En origen, estos dos affaires tienen muy poco en común. No obstante, las dos protagonistas y han pretendido que comulgásemos con ruedas de molino y han utilizado la falsedad para mantenerse en su zona de confort. Sin embargo, está claro que las falacias ante las evidencias suelen ser inconsistentes. Por eso, estoy convencido que Borras no se comerá los turrones como presidenta del Parlament. Y si no, tiempo al tiempo
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