Pensador de cabecera para el constitucionalismo y uno de los padres intelectuales de Ciudadanos, Félix Ovejero (Barcelona, 1957) acaba de publicar con Página Indómita La deriva reaccionaria de la izquierda, ensayo en el que critica la desorientación de la izquierda desde una óptica progresista. Entre dichos desvaríos se cuenta, según Ovejero, la simpatía por los que quieren destruir la comunidad política en nombre de la identidad.
En su ensayo La deriva reaccionaria de la izquierda critica la “fascinación” de parte de la izquierda con el nacionalismo. ¿Cómo se explica esa atracción?
Por varias razones. Por un parte, buena parte del programa histórico de la izquierda ya se ha llevado a cabo: hoy tenemos sufragio universal, servicios sociales y sistemas fiscales progresivos. Por otra, los grandes proyectos socialistas fracasaron. Más tarde, surgió una generación académica que, con una retórica pirotécnica, efectista pero vacua, se centró en discursos fragmentarios y de énfasis en las diferencias olvidando el horizonte igualitario propio de la izquierda.
Por lo que respecta a España, la izquierda catalana, muy presente intelectualmente en el Partido Comunista, se forjó sociológicamente en el mundo nacionalista y contribuyó a extender su relato —básicamente, asociar a España con todo lo reaccionario—. Un relato que, desgraciadamente, la izquierda ha hecho suyo.
En este sentido, Podemos ha quedado únicamente como un blanqueador de los que quieren romper nuestra unidad de redistribución y de decisión apelando a identidades culturales nacionales —bastante falsas, por lo demás—. Esto es, lo más reaccionario que podamos imaginar. Más incluso, me atrevería a decir, que Vox.
También denuncia que la querencia de la izquierda por “pensar a la contra” la aboca a veces al absurdo. Al margen de su complacencia con el nacionalismo, ¿en qué otros aspectos se está traicionando a sí misma?
Basta con leer El manifiesto comunista. Marx destaca los efectos emancipadores del capitalismo —incluso la globalización y hasta el imperialismo— que asocia, con bastante razón, a un proceso de liberación respecto al universo reaccionario de las religiones, la tradición y las culturas nacionales.
Hoy la izquierda ha perdido su compromiso racionalista y hasta desconfía de la ciencia. Pareciera que si los resultados, es decir, la realidad, nos molesta, es mejor ocultarla o prohibirla. Al final, se pervierten hasta las mejores causas como ha sucedido con el feminismo: despreciando lo que sabemos sobre la naturaleza humana, negando conquistas que han cristalizado en forma de derechos y asumiendo miradas paternalistas sobre los oprimidos. Y la cosa es seria. En Estados Unidos ha surgido un verdadero movimiento oscurantista y puritano que recuerda en más de un punto al creacionismo de raíz religiosa.
En un artículo ha sostenido que la llamada “tercera vía” para resolver el asunto catalán es un “ejemplo de irracionalidad”.
El problema es que la llamada tercera vía no es una propuesta política, sino un punto intermedio entre dos posturas. Es meramente reactiva. Lo deseable es tener tus propias convicciones y defenderlas. En nuestro caso, al acercarse el nacionalismo cada vez más a su objetivo último—la independencia—, la tercera vía no es más que el nacionalismo con dos años de retraso.
Y es que la estrategia del nacionalismo ha sido siempre ganadora. Es pura teoría matemática, de juegos: si yo te amenazo a cambio de cesiones y nunca pierdo nada, siempre iré hacia delante. Siempre me darás algo hasta que consiga mi objetivo. El único modo de cambiar las reglas es que yo te haga recular y te advierta: “Cuidado, porque puedes perder lo conquistado hasta ahora”.
El problema es que ese ideario del nacionalismo con dos años de retraso —que es el del PSC— hoy gobierna España. Por convicción u oportunismo, el Gobierno maneja el lenguaje y el guión de quienes quieren destruir el Estado.
Con respecto a la fractura social abierta en Cataluña, la articulista Cayetana Álvarez de Toledo ha afirmado que es preferible “el conflicto a la sumisión”. ¿Lo suscribe?
Sí, porque la democracia es la institucionalización civilizada del conflicto. La alternativa es que haya quien no pueda decir lo que piensa. Por otra parte, la libertad consiste en asumir naturalmente la discrepancia. Por ejemplo, si yo te digo “hoy llevas un jersey azul, ¡qué escándalo!” y cinco más comienzan a señalarte, seguramente no te lo volverás a poner. Esa era la situación en Cataluña. ¿Cómo podía ser que, simplemente por criticar la política lingüística, se te acusase de hacer política con la lengua? Quienes la hacían eran sus responsables, no quienes lo denunciaban. Señalar la enfermedad te convertía en causante de la enfermedad. Ha sido una locura.
La ministra de Educación, Isabel Celaá, ha afirmado que no hay ningún problema con la inmersión lingüística en Cataluña y la ha comparado con “mandar a los hijos a estudiar a Inglaterra”. ¿Es un símil acertado?
No lo es. Sencillamente, los que se van a Inglaterra es porque quieren estudiar en una lengua distinta. En cuanto a los que se quedan, es razonable que puedan hacerlo en la suya.
La lengua también tiene que ver con la igualdad de acceso a las posiciones sociales. El nacionalismo la ha convertido en un instrumento clientelar. ¿Por qué? Porque los poderes autonómicos saben que si establecen una barrera de acceso laboral, la gente de fuera no podrá venir. De este forma, se aseguran un voto clientelar. Por supuesto, esto menoscaba la eficiencia. No están los mejores sino, en todo caso, los mejores de los que pasan el filtro lingüístico. ¿Qué consecuencias tiene esto? Que los que no tienen lengua se la van a inventar. Tienen que establecer su propia barrera. Y es que, si no podemos eliminar las demás, cada uno levanta la suya. Teniendo la fortuna de disponer de una lengua común, todo esto no tiene sentido. Es un desatino perpetrado desde una profunda ignorancia.
Solo el año pasado la Generalitat impuso multas a comercios por no rotular en catalán por valor de 75.000 euros. Sin embargo, estas sanciones apenas reciben atención mediática. ¿Son una cuestión menor?
Las multas tienen dos funciones. Cumplen una función disuasoria, pero también otra estigmatizadora: señalan que algo está mal. Si yo te multo por fumar, te indico que tienes un hábito nocivo. Al multar el uso de una lengua y no otra —sin que esto responda a necesidades de mercado: si aspiras a vender, elegirás el modo más sencillo de comunicarte— impones una señalización negativa en nombre de la identidad. La única norma que debería afectar a una rotulación es que la entienda la persona que está enfrente.
En una entrevista reciente, el director de TV3, Vicent Sanchis, sostenía que “el adoctrinamiento no funciona” porque él es independentista a pesar de haber estudiado durante el franquismo ¿Es cierto que el adoctrinamiento apenas tenga efectos?
En primer lugar, la casuística basada en el “a mí me ha pasado esto” es irrelevante desde el punto de vista estadístico. En este caso, solo indica que el señor Sanchis ha tenido una biografía singular. Es como cuando alguien asegura que no ha tenido ningún problema por hablar castellano en Cataluña. A lo que debe responderse: “Vaya usted a Vic a buscar trabajo en castellano y a ver de qué le permiten trabajar”.
Por otra parte, si el adoctrinamiento no funciona, no se entiende la obsesión del nacionalismo por controlar los medios y la educación. ¿Por qué se preocupan tanto entonces cuando se plantea que se estudie la historia compartida en todo el país?
Una serie de intelectuales reunidos en torno a la revista Política&Prosa, entre ellos Lluís Bassets o Jordi Amat, aboga por restaurar el catalanismo no independentista. ¿Cómo valora este empeño?
Realmente, yo no sé qué es el catalanismo. Borges decía: “No hay que preocuparse de la identidad nacional. Cualquier cosa que hagamos hoy, mañana será identidad nacional”. Si catalanismo es promover la cultura hecha en Cataluña, lo que debe hacerse es posibilitar las condiciones para que cada uno desarrolle su talento en la lengua que sea. El resultado será cultura catalana.
Pero la presunción de que hay que restaurar una cultura genuina o esencia perdida —que es la que la gente debe respirar— es reaccionaria. No hay que impulsar contenidos de identidad. Nadie dice que se haya de cultivar el españolismo: sería un desatino. No porque suene mal, sino porque cualquier actividad cultural llevada a cabo en España ya es cultura española.
Por tanto, es un error blindar la cultura catalana frente a cualquier tipo de oxigenación o mestizaje. No debe concebirse la cultura como algo impermeable a la mutación de los tiempos.
A mediados de año, Gobierno, Podemos y los nacionalistas tumbaron la propuesta de un tarjeta sanitaria única impulsada por Ciudadanos con el argumento de que suponía “recentralizar” España. ¿Es necesariamente la devolución de competencias una medida conservadora?
No, porque la descentralización no es sí misma positiva. Otra cosa es el autogobierno —que mis decisiones se gestionen de manera óptima—, pero este no tiene que ver con la distancia geométrica. Por ejemplo, ¿la gestión de los trasplantes de órganos debe llevarse a cabo a nivel autonómico? Evidentemente no, porque nos interesa una red más amplia y continuamente conectada. Así, si hay un corazón disponible en Canarias, lo traemos aquí. Si solo podemos hacer trasplantes entre los vecinos de mi escalera, la cosa pinta mal. El problema es que se ha estigmatizado la palabra centralización, pero para algunos asuntos supone decisiones más eficaces.
Son muchos lo que han leído el resultado de las elecciones andaluzas en clave catalana. ¿Usted también?
En realidad, el resultado de las elecciones andaluza no es otra cosa que este: ¿Qué ocurre con Vox? Y lo que ocurre es que, al margen de la xenofobia, el otro componente que define al partido es la cuestión de la unidad. Así pues, si tuviéramos una izquierda ordenada que le arrebatara el discurso de la unidad —que es de todos y además es la parte de izquierdas— Vox se quedaría solo con la parte xenófoba. Fíjese que en Francia, Italia o Alemania, defender la unidad nacional no pertenece a la extrema derecha, sino que es un valor que comparten todos.
Por lo demás, el mayor grado de salvajismo en la expresión y en las acciones lo sigue practicando el nacionalismo. Por gobernantes de primera línea y de forma sistemática.
Es habitual escuchar que un problema como el catalán requiere una “solución política”. ¿Cuál sería la suya?
Antes que nada, definamos el problema. El nacionalismo vive de problemas que él mismo genera y a los cuales se presenta como solución. Y el problema de Cataluña no es otro que el nacionalismo: una ideología tóxica que, en su afán de levantar comunidades políticas sostenidas en la identidad, genera permanentes problemas de convivencia. En este sentido, no hay que ofrecer salidas a un pensamiento que es pura reacción. De hecho, en algunos países lo penalizan constitucionalmente o se toman medidas para dificultar su extensión. Aquí, al menos, deberíamos establecer un mínimo de voto nacional para obtener representación en el Congreso.
Por otra parte, es fundamental librar la batalla ideológica. Una batalla que, por ejemplo, se ha dado contra el sexismo y no estamos igual ahora que hace 20 años. Lo mismo hemos de hacer con el nacionalismo.
Por Óscar Benítez
[campana]
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