El estadio del Rayo Vallecano es pequeño y desvencijado, es incómodo y bastante feo. Pero tiene un encanto que jamás tendrán coliseos más modernos y mejor equipados. De entrada, el estar en medio de un barrio, rodeado de bares por todas partes tiene su qué. El metro no es que esté cerca, es que casi se mete dentro del estadio. Y en sus gradas se vive el fútbol ‘old school’ que muchos clubes de la Liga ha perdido.
Un fondo parece que está en obras perpetuas, y otro es pequeño, pero allí se anima desde el minuto uno hasta el final. Y aunque está claro que el Rayo está viviendo un buen momento deportivo, y eso invita a ir al campo, el ambiente que viví en sus gradas es de fútbol del de antes, de aroma a faria y carajillo. Los bares están lejos de cualquier modernez, son pequeños e incómodos, y los precios están muy alejados de la pancarta de “Working class” que luce en el fondo de los Bukaneros: cinco euros un bocata de chorizo con muy poca gracia y tres euros por una cerveza sin alcohol.
Pero insisto, los comentarios de la grada, la forma entusiasta de animar, los gritos de apoyo a un delantero en un momento cuestionable como RDT, el que una buena parte del público de tribuna disfrutara de su equipo a tope lejos del tópico de los ‘tribuneros’, los gritos de buena parte del estadio pidiendo la cabeza de la directiva a pesar del gran momento deportivo que vive el equipo…
Fútbol de otra época, en un estadio de otra época en una de las ciudades más modernas de Europa occidental. Un reducto de lo auténtico en una ciudad que pugna por situarse entre las urbes más ‘cool’ del planeta. Para mí lo mejor fueron los tres puntos que se llevó el Espanyol en un momento de desesperación deportiva. Pero volver a visitar este estadio dos décadas después, y encontrarlo todo prácticamente igual, me hizo pensar si no nos estaremos perdiendo algo bonito con tanto huir hacia adelante para que el fútbol sea cada día más negocio.
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