Llibertat, Amnistia, Estatut d’Autonomia se coreaba el 11 se septiembre de 1977 en la primera manifestación del 11S que convocó masivamente a muchas personas en Barcelona. Claro que no fuimos un millón, pero así se dijo y todos callamos ante la exageración. Había euforia.
En unos días, 40 años después, posiblemente la consigna de la Diada ahora secuestrada por el separatismo supremacista sea Llibertat presos polítics. No sabemos si asistirán dos o tres o cuatro millones o incluso más, según interese; la verdad no hace la propaganda, en todo caso la contrapropaganda (dar numero de participantes exactos calculado de forma fiable, por ejemplo).
En 1977, situados ya en la transición hacia la democracia, iniciado con el Referéndum sobre el Proyecto de Ley para la reforma política de diciembre 1976 y las primeras elecciones democráticas en junio de 1977, el 11-S fue, ciertamente, una fiesta. Las consignas citadas se hacían en catalán, pero con acentos de muy diversa procedencia, los mismos que se oían en reuniones, actos o cualquier actividad en la lucha contra la dictadura franquista en Cataluña.
En 2018 el panorama ha cambiado substancialmente. Ya no es la fiesta de todos. Se oirá un himno, Els Segadors, que muchos ya claramente no consideramos nuestro, las consignas las entenderemos como manifestación antidemocrática y los discursos institucionales nos causarán desasosiego y enfado o los obviaremos; la Generalitat es ahora la institución de la confrontación y el Parlament del oprobio democrático.
Este cambio radical no es el fruto de una disputa coyuntural, ¡ojalá así fuera! Es un pálido exponente de lo que ocurre hoy, el resultado de 40 años de la política y el poder nacionalista en Cataluña.
Y lo peor para la mayoría de la población con derecho a voto, no es esto, lo peor es la convicción intima de la que ha sido nuestra involuntaria colaboración a este estado de cosas. Digo sí colaboración, con el máximo sentimiento de frustración que supone pensar que buena parte de lo que muchos demócratas hemos hecho durante la Dictadura, en la lucha por la Democracia o posteriormente, ha beneficiado a los nacionalistas en lo que hoy puede entenderse como su logro máximo, la corrupción de la democracia.
Siendo permisivos o poco avisados en sus perversas intenciones les facilitamos el terreno. Y ahora ya lo han invadido todo, hasta el punto de que, en ocasiones, cualquier manifestación cultural o social catalana nos produce rechazo por su contaminación y tenemos que esforzarnos para ser ecuánimes.
Ninguna valoración debe parecernos suficiente al juzgar con severidad como los nacionalistas, ya revelados como separatistas y antidemócratas, han podido arrastrarnos a esta situación de gravísimo conflicto civil. Pero tampoco debemos ser condescendientes con nosotros mismos y sobre todo con aquellos “profesionales” a los que ayudamos y a los que los pactos por el reparto de poder y los favores necesarios han pesado suficientemente como para no haberles plantado cara hace mucho tiempo. ¡Y eso en caso de no haber trabajado en connivencia con ellos!
Llegamos a 11S de 2018 de mala manera. Hartos de oír como descalifican a los contrincantes como ”fascistas, provocadores, anti-demócratas, franquistas…”. Hartos de su parafernalia que, acción tras acción parece una horrenda pesadilla, las consignas por megafonía, las cruces en plazas y playas, las pancartas reclamando libertad a representantes políticos en prisión preventiva por sus acciones anticonstitucionales, la siembra de lazos amarillos por espacios públicos e institucionales, las partidistas banderas estrelladas omnipresentes y los insultos y amenazas de los cobardes y estúpidos en las redes sociales. Todas estas acciones sumadas son pasos, sin pausa, para la fascistización social de Cataluña.
Hartos de manifestaciones políticas incomprensibles, apelando al diálogo cuando aquí les insultan y menosprecian sañudamente y los consideran cobardes e inanes. Hartos de tanto opinador condescendiente con los nacionalismos y que se muestran tan comprensivos, apaciguadores y simpatizantes que resulta inexplicable que no hayan enviado a sus hijos a estudiar a Cataluña para disfrutar de la “inmersión” o no acudan en masa a nuestra depauperada sanidad pública.
Hartos de populismos que, dependiendo el día, hora o viento dominante, nos regañan a los demócratas por oponernos a la “buena nueva” nacionalista y separatista. Hartos de que nos llamen «unionistas», lo que no tiene explicación o «españolistas» cuando lo correcto es llamarnos españoles. Hartos de que utilicen el término “constitucionalistas” como insulto.
Llegamos al 11-S con este mal gusto en la boca, rebuscando a veces cuando detectamos algo que no nos gustó, pero que obviamos o callamos. Rememorando, cuando a veces en el trabajo, en la búsqueda de ganar un concurso público percibimos situaciones de nepotismo, cuando quizás tuvimos miedo por el futuro, a sabiendas de que el poder nacionalista enviaba al ostracismo a profesionales, a empresas y a grupos, al tiempo que hacían crecer a los afines y serviles. ¡Ah! y que denunciarlo suponía pasar a engrosar las amplias listas negras, como en una dictablanda rencorosa y eficaz con la destrucción de la disidencia. Y todos, sí todos, fuera de sus clanes, éramos disidencia.
Llegamos sin un necesario pero muy difícil acuerdo mínimo de los demócratas, con la constatación de pequeños egos que impiden búsquedas de soluciones y acción global coordinada. Ahora Llegamos al 11-S con la convicción de que lo que ocurre en Cataluña, es una violación sistemática de los derechos civiles de los ciudadanos. Arribamos con una sensación de aislamiento, de incapacidad de explicar la miseria cotidiana, lo innecesario de la indignidad soportada y de la consciencia que vamos mal, que la fractura social ya es nuestro presente y que hay que frenar y volver como sea al espacio común de la democracia y el imperio de la ley.
Y temblamos pensando, sintiendo que pasarán otros 365 días más hasta un nuevo arrebatado 11-S. Pero sabemos que Cataluña no lo resistirá en estas condiciones y lamentarse luego no aportará nada más que constatar la incapacidad de no haber actuado a tiempo y valientemente. Las lágrimas no traen las sonrisas, pero a veces riegan los campos del rencor, donde medra el odio.
José Luis Vergara. Septiembre de 2018
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