Hay debates dolorosos, no por la saña con la que se aplican algunos, ni por la pontificación de postulados con la que se expresan otros, sino por la intromisión y el burdo intento de manipulación de los sentimientos. Pensarán que esto no es nuevo bajo el sol, no el de la Toscana, sino el que alumbra nuestras horas ahora que apretar el interruptor es casi una oda al lujo.
Hace pocos meses, el principal “aconsejador” de nuestro presidente ya apelaba a las emociones como medio definitivo para la compra de filias y de las consiguientes fobias como artistas invitadas, tan necesarias para alimentar la carroña. Así lo decía, cual experto en crecepelos que no ve su reflejo en el espejo, en su círculo que pasó de ser íntimo a dejarlo con todo al aire.
Estos últimos días se ha agudizado el ruido que nunca debería acompañar a la palabra aborto. Unos y otros no tienen más interés que el de lanzar esa peonza antigua para que baile alrededor de las piernas del que ven como contrario y les haga perder el equilibrio e incluso la cabeza, a los que todavía no carecen de ella.
No hace falta ser madre, ni protagonista de la mayor ilusión al descubrir un positivo en la encimera del lavabo, ni siquiera ser tío en ejercicio en las fiestas de guardar para percibir la angustia encerrada en un laberinto trucado sin salida, el dolor y el olor de la vida que nunca se abrazará. No hace falta.
Por todo ello, mejor cállense.
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