Actualmente la situación política catalana está monopolizando todo debate elucubrando sobre derechos inherentes que no tienen fundamento alguno. Tal es el nivel de politización de la actividad cuotidiana de los ciudadanos, que raro es el día en que no se escucha en algún lugar apelaciones a ese concepto inventado del “derecho a decidir” o a la legitimación moral de las actuaciones que se están realizando: como, por ejemplo, recortar derechos a la oposición, asaltar sedes de partidos políticos que se apartan del discurso oficioso e institucionalizado o señalar a aquellos concejales o alcaldes que manifiestan su voluntad de cumplir y hacer cumplir las leyes, tachándolos de traidores. En este contexto en donde respetar la ley está mal visto, es más necesario que nunca preguntarse sobre la naturaleza misma del derecho y el papel del tribunal constitucional dentro del constitucionalismo democrático.
Siguiendo la tesis de Robert Alexy, podemos afirmar que el derecho posee una dimensión real, que define la legalidad conforme al ordenamiento y la eficacia social, y una dimensión ideal, basada en la corrección moral. Esta doble naturaleza deriva de un necesario equilibrio entre dos principios: la seguridad jurídica (que aduce al ciudadano a sujetarse a aquello que ha sido establecido conforme al ordenamiento) y la justicia (que busca la corrección moral de cada una de las decisiones).
En este sentido, los sujetos que participan en el derecho se plantean si un acto es o no correcto; en caso afirmativo buscan justificarlo y esperan la aceptación del resto de sujetos. No obstante, la mera conciencia de la corrección de una norma no garantiza su observancia; y, por consecuencia, es necesaria la coerción como elemento esencial para la eficacia social de dicha ley debido a que la inexistencia de coerción para aquellos individuos que se saltase una norma incitaría a otros sujetos a incumplirla.
De esto, desde un enfoque político, se deriva el constitucionalismo democrático, cuyos pilares esenciales son los derechos fundamentales y la democracia. Centrándonos en el segundo de los pilares, la concepción de democracia que se deriva es la denominada “deliberativa”, donde existe un plano en que los actores discuten sobre las soluciones políticas correctas y que se superpone al plano de intereses y del poder. En caso de que las discusiones se realicen de forma correcta, la formación de la voluntad política discurrirá como es debido y se respetarán los derechos fundamentales y la democracia; no obstante, en caso de que no sea así, es necesario que exista una jurisdicción constitucional cuyas deliberaciones se basen en aquello que es correcto dentro de un marco jurídico determinado, argumentándolo conforme a la ley y el precedente, atendiendo siempre al sistema de derecho elaborado por la dogmática jurídica.
Trasladando este esquema a la situación catalana, cabe afirmar que la anteposición de los intereses del gobierno autonómico (o referéndum o referéndum) a la voluntad de buscar soluciones jurídicas que supongan un beneficio para ambas partes, ha generado una situación que necesariamente la jurisdicción constitucional tiene que resolver basándose en el marco legal vigente, como todo estado de derecho realizaría en situaciones similares. Por ello, es necesario que se abandone este escenario político que no busca más que la confrontación jurídica y se camine hacia un diálogo sincero que busque cicatrizar las heridas que artificialmente se han generado dentro de la sociedad catalana.
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