Después de unos malos resultados en unas elecciones, los votantes y afiliados de los partidos políticos deberían exigir, como mínimo, una buena dosis de autocrítica, incluso la dimisión de algún responsable en caso necesario. Y los políticos deberían ser los primeros en justificar resultados y asumir responsabilidades porque, aunque ellos no lo piensen, detrás, presente, está la ilusión y trabajo de mucha gente que invierte tiempo en causas que, lamentablemente, se terminan convirtiendo en ajenas. Por ello, por respeto a sus votantes y a todos aquellos que creen en el partido (aunque haya poco en lo que creer), deberían ser más éticos y asumir su responsabilidad.
Pero la realidad política de este país es más desalentadora. Unos malos resultados siempre son culpa de los “otros”, de sus campañas en contra, de las difamaciones, del juego sucio por parte de los demás partidos. Nunca son capaces de declarar que la supuesta estrategia no era la correcta o, que quizá, el partido o incluso el líder ya no lidera nada porque perdió su ideología buscando contentar a todos menos a sus votantes. Cuando existen esos supuestos enemigos, también cabría preguntarse ¿por qué surgieron los “otros”? En muchas ocasiones los contrincantes aparecen para ocupar un espacio que no debería haberse quedado libre y eso siempre es culpa de quien lo deja libre. Y, en otras, la suma de candidatos que se acaban de caer del caballo resulta hasta una burla hacia quienes nunca titubearon.
Los políticos se han convertido en eternos opositores y eso los lleva a ser eternos funcionarios de partido. La política no ha ser una salida rentable para la colocación de mediocres. Ni deshacerse de los brillantes porque hacen sombran al que preside. ¡Tampoco! Los partidos deben tener una ideología, unos principios que marquen un camino para que el votante se sienta seguro y cómodo sabiendo siempre hacia dónde va. Sin embargo, en el mundo de la vacuidad y lo efímero los caminos están marcados por las ambiciones personales, los egos y los medios de comunicación, que con su crítica hacen virar a los políticos mediocres por el miedo a perder, sin darse cuenta de que sin rumbo ya han perdido.
Si a pesar de tener al mejor candidato, no hay partido, nada se puede hacer. Y eso es lo que hemos visto en estas elecciones y el Partido Popular. Todos sabemos, y en la historia o en las series de ficción política podemos encontrar ejemplos de ellos, que un partido cuyo presidente decapita a quien le hace sombra, aunque sea la mejor representación de los valores democráticos y de la libertad, y prefiera ser aconsejado por afines a su capacidad, tiene poco recorrido. Y por esto, llega un momento, si no se quiere caer del todo, en que solamente se puede buscar la renovación. Pero no nos confundamos, eso no significa cambiar el atrezzo ni cambiar los sillones de lugar ¡no! Significa prescindir de todos aquellos que hicieron de la política una manera de vivir y no una manera de ilusionar. Significa dar contenido sustancioso al argumentario y defender una ideología sin titubeos, aunque ello implique ganarse enemigos. Significa pensar siempre en el bien común y no en el propio. Y si no están dispuestos a este sacrificio es que la responsabilidad no es su valor.
Refundación o disolución. Solamente existen estos dos caminos. El partido ya no se sostiene. Aquellos que venían a salvarlo lo han terminado de hundir. No son las circunstancias, la mala coyuntura, un bache… ¡No! Es el resultado de aceptar la mediocridad para poder salir en la foto, de cambiar el bien común por el modus vivendi, de perder el camino por intentar llegar muchos lugares. Si los políticos no son capaces de asumir su propia responsabilidad en el fracaso, no se merecen votantes responsables ni leales.
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