Empecemos por lo obvio: la moción de censura utilizada por Pedro Sánchez constituye un instrumento constitucionalmente previsto y, por tanto, legítimamente democrático para llegar al poder. Dicho lo cual, es preciso calibrar de manera desapasionada, racional y ecuánime – que no equidistante – lo acontecido desde que triunfase dicho instrumento de fiscalización a la acción gubernamental del anterior gobierno de Mariano Rajoy.
En los primeros compases desde la votación de la citada moción, el PSOE tomó la iniciativa política en España después de un largo letargo en el que prácticamente había estado desaparecido del mapa, sufriendo el embate de la antaño virulenta sobreexposición mediática de Podemos. Usando una fórmula habitual en el PSOE de la última década y media, el marketing político fue protagonista.
El nombramiento de una serie de ministras y ministros con un perfil acaso más solvente de lo esperado, así como el sí recabado por algunas personalidades de cierto renombre, propició una expectación mediática nada desdeñable. La pregunta crucial quedaba deslumbrada entre tantos focos. ¿Con qué proyecto político iba a gobernar el presidente Sánchez?
Los primeros cien días de su gobierno nos muestran que lo gestual y simbólico dominan a lo sustantivo e ideológico. El baile de nombres no ha podido ocultar la ausencia de un proyecto sólido de corte socialdemócrata, que es el que algunos esperaríamos de parte del PSOE. Sin embargo, tampoco sorprende demasiado que ese proyecto se presente deslavazado y por fascículos pirotécnicos, calculadamente medidos a modo de hitos más propios de una campaña electoral que de la acción de gobierno.
No se trata de una cuestión de nombres o caras, como erróneamente critican algunos, ávidos por ocupar cuanto antes las sillas gubernamentales con proyectos igualmente endebles y líquidos. Se trata de una cuestión sustantiva y material, la carencia de un proyecto integral y coordinado para tomar la iniciativa política desde la izquierda.
Cierto es que en el baile simbólico patrocinado, algunas de las cuestiones puestas encima de la mesa han sido positivas y necesarias, a criterio de Plataforma Ahora. En ese sentido, nos parece esperanzador que el Ministerio de Trabajo aborde de una vez por todas la lucha contra el abundante fraude laboral que inunda nuestro mercado de trabajo, y que la derecha quiere incrementar con propuestas tan nocivas como el contrato único con indemnización creciente (partiendo, por supuesto, de una inicial ínfima e irrisoria), y con un margen de discrecionalidad casi absoluto para que el empleador pueda acordar el cese del trabajador en términos de despido procedente.
Enviar un requerimiento a las empresas que están utilizando la fórmula de los falsos autónomos y otras modalidades de fraude constituye un primer paso esperanzador. Por supuesto resulta insuficiente, y no podemos dejar de observarlo con un cierto escepticismo, toda vez que la totalidad de reformas laborales implementadas en las últimas décadas – incluyendo las patrocinadas por el partido de gobierno – han sido tendentes a la precarización y a la flexibilidad del despido. Ojalá el PSOE sea capaz de corregir tantos errores del pasado, también en esta materia, y recordar qué implicaciones tiene la “S” de sus siglas (y gran parte de su Historia). Igualmente positivo es poner encima de la mesa la necesidad de una reforma fiscal como la que está en curso de ser debatida, pero igualmente aquí nuestros modestos recelos son inevitables.
Aquellos que no han tenido inconveniente en degradar el Impuesto del Patrimonio o en bajar drásticamente los impuestos progresivos – mientras al dictado de la Troika modificaban con nocturnidad y alevosía el artículo 135 de la CE y subían los impuestos indirectos -, vanagloriándose de que tal cosa era de izquierdas, parecen estar abiertos hoy a una reforma fiscal de corte progresivo, que nuestro país necesita de forma acuciante. De que lo anterior no sea un mero artificio retórico depende, en gran medida, el futuro de nuestra sociedad en su conjunto y, en especial, de los más débiles.
Plataforma Ahora cree que Franco debía ser exhumado sin dilaciones ni pretextos, pero entiende que esa exhumación no puede ocultar la utilización de determinadas pantallas de humo que opacan la ausencia de un verdadero proyecto político para gobernar el país. A parte de exhumar sus restos de un monumento al servicio de la hagiografía de una dictadura criminal y execrable, se debería exhumar de una vez por todas el espíritu franquista, tristemente presente en una parte de la política española. En dos vertientes: por un lado, recordando que Franco fue un recalcitrante y nauseabundo nacionalista, virus que sigue asolando nuestro país.
A imagen y semejanza de la España franquista y joseantoniana de “unidad de destino en lo universal”, supuesta quintaesencia, nuestra extrema derecha local, los Torra y compañía, siguen campando por sus respetos en una Cataluña asfixiante, con un discurso insoportablemente racista y genuinamente totalitario, con la complacencia de buena parte de la izquierda nominal de nuestro país. Y aquí cabe apuntar la segunda vertiente del citado espíritu franquista, lamentablemente instalado en el ambiente político de la España de hoy: el lamentable complejo de ese misma izquierda supuesta, a veces tan poco izquierdista, para con España, realidad política que lejos de ser una suma de quintaesencias o una identidad uniforme, es un espacio político democrático y plural que nos pertenece al conjunto de ciudadanos españoles y sobre cuyo futuro decidimos todos.
España afronta un desafío inconmensurable, ante la pasividad y complacencia de un gobierno que sigue haciendo encaje de bolillos con el nacionalismo, incapaz de denunciar su carácter reaccionario y su absoluta incompatibilidad con cualquier proyecto transformador social, política y económicamente, como el que debe defenderse desde la izquierda. Con quienes utilizan la inmersión lingüística para fracturar la sociedad y excluir socioeducativamente a las clases populares, con quienes quieren levantar una alambrada entre conciudadanos convirtiendo a millones de éstos en extranjeros en su propio país, con quienes están empeñados en privatizar el espacio político – bien público por excelencia – no puede irse ni a la vuelta de la esquina.
Y no es un capricho, por cierto. Sánchez fue valiente al denunciar el comportamiento inaceptablemente xenófobo de un sujeto como Salvini, empeñado en abordar el difícil reto de la inmigración masiva y global desde la indigna óptica de quien cree que haber nacido a un lado de la frontera te hace superior a otro ser humano. Resulta por ello aún más lamentable que sea incapaz de identificar en nuestro propio país a los homólogos ideológicos de Salvini, a nuestra Liga Norte local, a los que no cesan en su desafío contra el Estado y contra la igualdad.
Porque el desprecio hacia el Estado puede entenderse de parte de quienes no creen en él, de la mano de quienes ambicionan un Estado mínimo, menguante y decreciente. Incluso quienes ondean banderas y se llenan la boca de proclamas patrioteras, pero defienden un Estado asimétrico, desigual, disfuncional y débil.
Acaso de quienes a la primera de cambio no dejan pasar la ocasión para enfilar contra los impuestos más progresivos, revelando lo poco que les importa la igualdad. Pero la izquierda, una ideología que no puede perder de vista su horizonte transformador, la búsqueda de sociedades más justas, igualitarias y libres, no puede permitirse el disparatado lujo de abogar por espacios políticos rotos y fracturados. Frente a capitales cada vez más deslocalizables y trasnacionales, despreciar la unidad de los instrumentos políticos reales con los que contamos constituye una majadería imperdonable. Sin duda la sombra más lamentable de este gobierno.
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