Hace unos días, aún no entiendo el porqué dado mi perfil cincuentón, fui invitado a una experiencia Macallan en el restaurante The Alchemix. Servidor parecía el yayo en una discoteca de veinteañeros que frisan la treintena, con pinta de influencers y vestidos como tales, mientras este humilde juntaletras, dado el tremendo calor que hacía ese día en Barcelona, lucía camiseta Decathlón de 5,95 euros del ala.
Pero ya que me planté allá, lo mejor que podía hacer era ejercer de cronista de lo allá acontecido. Andrea Senna, el maestro de ceremonias, ofreció una cata de tres Macallan (12, 15 y 18 años), y aunque mi futuro como degustador profesional es más bien oscuro, ejercí de bebedor aficionado y los disfruté mucho. Vamos, que ricos están. Ellos y ellas, todos muy guays, pusieron cara de distante aprobación. Servidor, de entusiasmo menos contenido.
Luego nos ofrecieron una serie de platillos preparados por el equipo de The Alchemix, todos ellos maridados con diversos cócteles, y cada una de las propuestas tenía un toque de Macallan. Soy incapaz de recordar qué era qué, y con qué lo combinábamos. Pero estaba todo muy rico, que es la máxima crítica gastronómica que puedo hacer de un evento en el que los néctares se iban acumulando.
No llegué a la fase de cánticos regionales y exaltación de la amistad, porque tengo que reconocer que estaba todo medido con sabiduría para evitar ese momento en el que periodistas e influencers pierden el sentido del ridículo y rememoran hits de ayer y hoy.
Resumiendo, Macallan es un gran whisky, en The Alchemix se come muy bien y que si hay buen material, hasta un carcamal como servidor de ustedes puede llegar a juntarse con personas a la última de varias generaciones por delante mía.
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