Manuel Arias Maldonado, politólogo y columnista de El Mundo, ha publicado uno de los ensayos más clarividentes de los últimos años: La democracia sentimental. Política y emociones en el siglo XXI (Página Indómita, 2016). En esta entrevista, el autor malagueño desbroza las contradicciones en las que incurre, a su juicio, el movimiento secesionista.
En La democracia sentimental, analiza la influencia de las emociones en la esfera política. ¿Qué papel han desempeñado éstas en el procés?
Sin duda, un papel decisivo. Sin el concurso de las pasiones secesionistas, no puede entenderse cabalmente nada de lo sucedido. Es importante no hacerse trampas: todas las ideologías y proyectos políticos incorporan una dimensión emocional; no somos robots. Pero las emociones juegan un papel mayor en unos que en otros. Y, en el caso de la infeliz aventura secesionista, ese papel ha sido destacadísimo: hablamos de una emoción de pertenencia agresiva que bloquea toda discusión racional e incluso tiñe de afectividad la percepción de la realidad, como demuestra el hecho de que el independentista no vea al catalán no nacionalista y por tanto no cuente con él.
Por eso, la veracidad de los argumentos ha jugado un papel marginal. Y, no digamos, en relación a las leyes democráticas: los argumentos han funcionado o no según despertasen unas u otras emociones.
Nada prueba mejor esto que el non plus ultra del argumentario nacionalista, ese “tú no lo entiendes” que en realidad significa “tú no lo sientes”. Al igual que el Brexit, del que no por casualidad es coetáneo, todo el proyecto independentista tiene naturaleza sentimental. De ahí su impermeabilidad electoral a los hechos, ratificada el pasado mes de diciembre.
Ha definido el independentismo como un proyecto “antipluralista”. ¿Por qué?
Porque suprime las garantías que definen al constitucionalismo liberal, como la protección de los derechos de las minorías y los individuos –reflejo de la pluralidad de las sociedades y respuesta ante ciertos abusos históricos–. Por el contrario, el independentismo aspira a implantar una suerte de pseudo–democracia aclamativa donde solo cuenta la voz del “pueblo”.
Éste se describe a sí mismo como la unidad esencial de la organización política e intenta arrasar, como se vio el 6 de septiembre, con todo lo que se le ponga por delante. En todo caso, que el independentismo sea antipluralista es lo más natural del mundo, si tomamos en consideración que es el pluralismo de la sociedad catalana lo que ha impedido la culminación del anacrónico proyecto de “emancipación nacional”.
También ha denunciado el “asalto al lenguaje” cometido por el secesionismo.
Así es. Una parte central de su estrategia ha consistido en la subversión del lenguaje con objeto de ponerlo al servicio del ideario secesionista. Se trataba de que términos como derecho a decidir, diálogo o presos políticos significasen exactamente lo que convenía al independentismo.
Por ver si los ciudadanos interiorizaban esos significados alternativos y pasaban a ver la realidad a través de esa lente, juzgándola y sintiéndola de un modo u otro en función de su concordancia con ese significado espurio. Muchos lo han hecho. La estrategia es, sin duda, exitosa.
¿Es España, como denuncian los independentistas, un Estado autoritario?
¡Ya quisieran los independentistas! Es una afirmación sin fundamento, que, no obstante, sirve para movilizar la pasiones secesionistas, así como para construir el argumento de la opresión como base para la secesión. Ahora bien, si uno va a calificar puerilmente como “autoritario” todo lo que no le gusta, termina usando el adjetivo para hablar de la Unión Europea o de la Federación Inglesa de Fútbol, que ha regañado a Guardiola por lucir el lazo amarillo.
Y en democracia, ¿es legítimo el derecho de autodeterminación?
A mi juicio, no. Según el derecho internacional, solo se aplica allí donde existe dominio colonial o se produce una grave violación de los derechos humanos. Ninguno de esos supuestos son de aplicación en Cataluña. Las democracias tienen medios para atender a las demandas de autogobierno de sus territorios, como el reconocimiento simbólico y la descentralización del poder.
Medios ambos aplicados en la Constitución de 1978. Por otra parte, privar a tus conciudadanos de sus derechos no es legítimo. Un problema habitual en este punto es que se atiende a las preferencias por la independencia como si se tratase de preferencias ordinarias, perdiendo de vista la particular naturaleza de los movimientos nacionalistas y de sus políticas de –justamente– nacionalización.
Gran parte de los catalanes recuerda como un agravio la actuación policial del 1-O, pero no así que se vulnerase la ley el 6 y 8 de septiembre en el Parlament. ¿Cuál es la razón?
El 6 y el 8 de septiembre se vulneraron tanto la Constitución como el Estatuto. Fue algo gravísimo. Y debería recordarse que la actuación policial del 1-O tuvo por objeto impedir la celebración de un referéndum ilegal, que el gobierno y la policía autonómicas se negaron a controlar. Esto último no es una especulación, sino que va quedando meridianamente claro a la luz de la documentación manejada por el juez Llarena. Entre ella, la que los mossos trataron de hacer desaparecer en una incineradora. ¡Es inaudito!
Naturalmente, si se omite ese hecho, o se le quita alegremente importancia, es claro que a nadie le gusta ver a la policía actuar en prime time contra ciudadanos inermes, máxime cuando esa misma policía no tiene posibilidad alguna de lograr su objetivo.
En cuanto a las distintas valoraciones de uno y otro hecho, se explica por la asignación espontánea de un valor sentimental positivo a las leyes del 6 y el 8 de septiembre. Por lo demás, menos comprensibles para un ciudadano ordinario que la imagen, real o trucada, de un policía que avanza porra en mano hacia un ciudadano.
Según un estudio reciente, publicado en Politikon, la inmersión lingüística obligatoria concita el rechazo de la mitad de los catalanes. Sin embargo, el nacionalismo insiste en que “la lengua no se toca”. ¿Qué opina de la denominada escola catalana?
Ante todo, ¿qué va a decir el nacionalismo sobre su escuela? Que no se toca, claro. ¿Y por qué no se toca? Porque es un instrumento de la construcción nacional. Si no lo fuera, sus objeciones tal vez serían menos ruidosas.
La anomalía de la escuela monolingüe en esa sociedad bilingüe que es Cataluña se justifica por el crédito moral obtenido –no sin dosis considerables de victimismo– por el nacionalismo tras el fin de la dictadura, así como por el entusiasmo filocatalanista de la mayor parte de las fuerzas políticas, tradicionalmente intimidadas ante un nacionalismo histórico que ha instilado en los demás un cierto complejo de impureza de sangre.
Por lo demás, nadie ha pedido que desaparezca la enseñanza del catalán, sino, mucho más modestamente y cuando menos, que se cumpla la legislación vigente que exige que el castellano ocupe un 25% del currículo escolar.
Pese a ello, tanto Pablo Iglesias como Ada Colau han salido recientemente en defensa de la inmersión. ¿Cómo explica que la nueva izquierda avale el monolingüismo escolar?
Habría que preguntárselo a ellos. En toda religión hay misterios que ni siquiera el más agudo de los teólogos logra desvelar.
Intelectuales como Félix Ovejero denuncian la connivencia de parte de la izquierda con el nacionalismo. Mientras, otros como Ignacio Sánchez-Cuenca tachan a esa misma izquierda de “neoespañolista”. ¿Quién tiene razón?
Si me sitúa usted ante esa tesitura, creo que tiene más razón Félix Ovejero. La denuncia de neoespañolismo se compadece mal con la realidad política española a partir de 1978. Y lo que se denuncia ahora como “nacionalismo español” es más bien el intento por frenar el proceso de vaciamiento del Estado después de cuarenta años en los que ha funcionado el pacto implícito que dejaba hacer a los nacionalismos en sus territorios siempre y cuando se abstuvieran de promover el independentismo. Después llegó la crisis, llegó el desvelamiento de la corrupción pujolista, y ese pacto saltó por los aires.
¿Cómo debe afrontarse el conflicto catalán? ¿Atendiendo a las aspiraciones nacionalistas o deslegitimando su discurso?
Antes que nada, me gustaría señalar que la contraposición entre ley y política, habitual en este debate, es un tanto equívoca. Las leyes son el resultado de procesos políticos: no se oponen a la política. Y las leyes dan una certidumbre jurídica esencial para la democracia. Lo que ocurre aquí es que las soluciones que vienen en el manual ya se han aplicado: la Constitución del 78 descentraliza y reconoce.
Tendrá sus defectos, pero el proceso de construcción autonómica ha sido un proceso descentralizador de primer orden. Por eso veo el salto explícito al federalismo con buenos ojos, pero no sin cierta melancolía. Sí, podemos intentar que el Senado funcione, hacer una ley de lenguas… pero para que todo eso resulte es necesaria la lealtad de los nacionalistas. ¿La tenemos?
Y, sobre todo, no podemos hablar de federalismo como si el procés no hubiera existido. Sería de una extraordinaria ingenuidad. Es necesario asimilar lo que ha sucedido, por parte de unos y otros, antes de tomar decisiones de calado. Nada de esto, sin embargo, es incompatible con la deslegitimación del independentismo.
Las democracias están sufriendo un proceso de erosión que remite a turbulencias sociopolíticas inquietantes: basta abrir el periódico para comprobarlo. Quizá todas ellas deban convertirse en democracias militantes, a la manera alemana, para seguir existiendo. Y poner al ciudadano por delante del pueblo es parte de esa tarea.
Una entrevista de Óscar Benítez
no recibe subvenciones de la Generalitat de Catalunya.
Si quieres leer nuestras noticias necesitamos tu apoyo.