(Les ofrecemos este artículo, por su interés, que Antonio Robles publicó hace 25 años en la revista Tolerancia — el 1 de abril de 1997–, la publicación de la histórica Asociación por la Tolerancia que se editaba en Barcelona)
Hay un concepto en Marx, el de «alienación», que tomado como instrumento de comprensión intelectual de toda situación falseada, nos puede servir para clarificar el arbitrario desquite que el mundo nacionalista ejerce sobre la sociedad catalana en general y sobre la población castellanohablante en particular.
Si tomamos como referencia la pérdida de conciencia que padecía el hombre creyente a consecuencia de su creencia en un mundo trascendente con la esperanza de encontrar alivio a penas e injusticias que sufría en su realidad social, nos daremos cuenta enseguida que la imputación que Marx hace a la religión acusándola de ser «el opio del pueblo«, podría ser aplicable a la situación de enajenación a la que se ve sometido el castellanohablante en Cataluña por razones lingüísticas y culturales.
Hoy, en el Principado, una gran parte de la ciudadanía está tan enganchada al éxtasis nacionalista como el enajenado hombre cristiano teorizado por Marx lo estuvo en la ilusión del cielo. Si éste ‑el cielo‑ servía al poder para mantener el orden en un mundo injusto, aquél sirve a los catalanistas para tener alienados en algunos casos, acomplejados en muchos más y callados en casi todos, a los ciudadanos castellano hablantes incapaces de tener autoconciencia de su propia condición; o al menos, incapaces de exteriorizar su malestar. De paso predisponen a los catalanohablantes contra los pocos que se rebelan, haciéndoles suponer que son propietarios de algo. (En este caso, de patria).
En la metáfora marxista con la que trato de comprender la obvia realidad en la que bostezamos, la religión ya no es el cristianismo, sino la lengua catalana y la esperanza del cielo, Cataluña. La doctrina catalanista es el nuevo Evangelio y Pujol, su profeta. En esas coordenadas, el monoteísmo cultural y lingüístico es condición ineludible de toda salvación. Y por lo mismo, cualquier propuesta intercultural, un atentado contra la creencia esencialista en un sólo pueblo. Por eso, la lengua castellana, un arranque por bulerías o cualquier otra tentación hispana serán signos inequívocos de degeneración y pecado. La penitencia es personal e intransferible y sobre todo, discreta. Todos la padecen, pocos la rechazan, nadie la publica.
Esta teología nacionalista impide al castellanohablante tomar conciencia de clase, de clase cultural frente al mundo nacionalista que utiliza la suya para dominar las estructuras de la sociedad como únicos gestores.
Si en los aciagos días del siglo XIX donde el púlpito imponía la creencia de que la tierra era un valle de lágrimas y el hombre un humilde y temeroso siervo de Dios para domesticar la mano de obra que la explotación capitalista necesitaba sumisa, en la Cataluña que vivimos, el evangelio nacional-catalanista predica cada día en todos los medios de comunicación que la población castellanohablante es la causa objetiva de los males de la lengua y la cultura catalanas y consecuentemente, está obligada a renunciar a sus signos de identidad si desea llegar a borrar algún día esa inmensa mancha que infringió e infringe con su sola presencia a la tierra que le sacó del hambre[1]. Retahílas increíbles, insufribles, vergonzosos tocomochos que abusan a sabiendas de que, quienes los sufren no podrán denunciarlos al carecer de medios políticos y mediáticos.
La sacralización de la ideología nacional‑catalanista ha sido tan brutal y general que ya nadie tiene salvación fuera del credo. Nadie, ningún partido puede ya permitirse el lujo de no presentarse como catalanista[2], al menos, ningún ciudadano puede permitirse ser ateo, ni siquiera escéptico frente a la nueva religión lingüística.
Lo peor de todo es que esa alienación nacionalista ha sido diseñada, creada, llevada a cabo por etapas y racionalmente. He aquí su perversidad. El exterminio nazi de judíos, no se ha considerado uno de los mayores horrores de la historia por el número de muertos, sino porque todo eso se planificó racionalmente. Aquí no hay muertos, pero sí limpieza lingüística planificada racionalmente.
LA TEORÍA DE LOS TRES TERCIOS
La metáfora expuesta no explica las causas, sólo expresa consecuencias. Las causas deben buscarse una vez más en las condiciones sociales, políticas y económicas. Fue también Karl Marx quien dejó escrito que la cultura dominante era la cultura de la clase social dominante. Su contemporáneo J.Stuart Mill llegaba a las mismas conclusiones: «Dondequiera que existe una clase dominante, la moral pública derivará de los intereses de esa clase». Si esto es verdad, nos ayudaría a explicar buena parte de la degradación cultural a la que está sometido el castellanohablante en Cataluña.
A riesgo de simplificar por resumir y clarificar, se puede decir que el 50% [3]de la población de Cataluña es originariamente castellanohablante, inmigrante y de recursos económicos humildes (exceptúese, si se considera significativo, una élite ilustrada castellanohablante muy adinerada pero reducida en número). Encuadrados en los cinturones industriales de Cataluña o en las zonas rurales con trabajos manuales, la mayoría de castellanohablantes tiene escasa o nula incidencia en las decisiones políticas de nuestra sociedad. La consecuencia es una desigual distribución entre cargos sociales y lenguas.
Mientras una la acapara la clase social dominante, la otra, la castellana, no baja de los andamios, no llega a los despachos donde se deciden derechos y libertades. Recuerda mucho a la teoría de los tres tercios que caracteriza a las actuales sociedades desarrolladas. Aplicada y adaptada a Cataluña, el tercio más reducido numéricamente, estaría formado por la clase dirigente, cuyo origen se asienta en las sagas familiares burguesas de estos dos últimos siglos. El segundo tercio, correspondería a los profesionales liberales, a los comerciantes, a los funcionarios, a los trabajadores asalariados cualificados y a una casta de apóstoles de la cultura nacional que viven de recrear la realidad virtual a la que antes nos referíamos. Este segundo tercio es muy numeroso. Junto con el primero ocuparían del 50 al 60 por ciento de la sociedad. El resto estaría encuadrado en el tercer tercio. En él estarían los asalariados manuales, los parados, y los marginados.
La característica que llama más la atención es que estos grupos sociales se podrían reconocer nítidamente por la lengua en que se expresan. Los dos primeros mayoritariamente en catalán y el tercero en castellano. Es muy difícil que un albañil o una señora de la limpieza te hable en catalán pero casi imposible que un responsable político utilice el castellano en los espacios oficiales, a no ser que estemos en período electoral. Esa geografía lingüística, en sí, no es buena ni mala. Pero indica la desigual distribución de las dos lenguas entre las tres clases sociales. Y eso, a su vez, vicia las relaciones de igualdad entre origen lingüístico y poder político. Es aquí donde la sentencia marxista nos sirve para clarificar situaciones injustas en Cataluña. La mitad de la población castellanohablante carece de poder económico y cultural y como consecuencia no tiene representación política. Y al carecer de ésta, su lengua y su cultura no está representada. El círculo se cierra.
De origen mayoritariamente emigrante, era normal que careciera de propiedad económica. Pero esto no era en sí determinante. Incluso en algunos casos consiguieron una posición económica holgada. Lo determinante era que carecían también de capital cultural ilustrado. Mientras duró el franquismo y hubo que arrimar el hombro y dejarse los riñones contra el sistema, no se notó demasiado, pero cuando hubo que formar cuadros políticos a partir de la apertura política, quienes acapararon las direcciones fueron los que sabían leer y escribir y, sobre todo, los que sabían leer y escribir en catalán.
Sería largo, tedioso y sujeto a tortuosas discusiones por qué eso falsificaba, de raíz, la realidad. Pero lo cierto es que esa lógica lingüística ha sido la consecuencia última de que a la vuelta de 20 años, la administración, la actividad política y la instrucción cultural hayan quedado monopolizadas por una sola lengua de las dos oficiales y reales. Poco importa que los que nos consideramos herederos de los postulados de los derechos de los ciudadanos que alumbró la Revolución Francesa y no esclavos de las colectividades, creamos que la nación no es una esencia por encima del individuo sino un pacto de individuos que se convierten en ciudadanos por mor del pacto. Si hay dispuesta una propaganda oficial que nos repite desde párvulos hasta TV3 que Cataluña tiene una lengua propia a cuya supervivencia deben sacrificarse todos los derechos individuales.. ¿qué se puede hacer?. Es la muerte de la modernidad, de la razón y de los derechos humanos. En vez de que el Estado sirva a los ciudadanos, esa lógica nos conduce a la aberración de que nuestra existencia sólo tiene sentido como servicio al Estado. ¡Qué horror!. ¡Tanta monserga para llegar a lo mismo de hace 40 años!.
Esta enfermedad del pensamiento que pretende hacer razonable el sentimiento sin razón es un disparate en que la izquierda nacionalista tiene más culpa que nadie, no por ser peor, sino por ser izquierda. Mientras tanto, las bases castellanohablantes que votan ‑cuando votan‑ pierden día a día el derecho a sentirse normales en su lengua en la tierra donde han dejado lo mejor de sí. Eh ahí la responsabilidad de la izquierda. En vez de representar sus intereses, les impiden llegar al mercado laboral de la administración por desconocer una lengua que nunca tuvieron oportunidad de estudiar. Y cuando se han quejado, les han humillado con argumentos vergonzosos. Parece como si sus propios líderes deseasen verlos sumisos, sin conciencia de su propia condición de ciudadanos con derechos lingüísticos y culturales.
Silencian sus argumentos, demonizan a los que se hacen oír y les predican la sumisión inmersora disfrazada de argumentos de integración, como la única forma de convivencia civil y promoción laboral en Cataluña. Como si en un país donde se hablan con normalidad las dos lenguas no hubiera otras formas más dignas de adquirir el conocimiento de la lengua catalana, como si no tuviéramos derecho al politeísmo lingüístico. Como si exigir estudiar en la lengua de tu madre fuera negarse a aprender la lengua de tu padre.
LIBERTAD DE ELECCIÓN LINGÜÍSTICA
Alrededor de esta teología nacionalista se han tejido muchos discursos y se dan muchos sermones, pero ninguno tan infame como el que sostiene que la «libertad de elección lingüística» en las escuelas conduce a la segregación escolar y al enfrentamiento civil. Izquierdas y derechas nacionalistas lo repiten desafiantes, con descaro, sin decoro. ¿Desde cuándo exigir un derecho es sinónimo de división y conflicto sociales inasumibles…? Y si lo fuera, ¿acaso se debe permitir la injusticia en nombre de supuestos riesgos sociales…? ¿Acaso unas hipotéticas divisiones sociales futuras son suficientes para perpetuar injusticias reales actuales? Debe recordarse que estudiar en la lengua materna es una derecho humano universal.
Cuarenta mil preguntas no serían suficientes para cercar el estupor que nos produce pretender hacernos creer que nuestro derecho a ejercer un derecho debemos desecharlo para que quien nos violenta no nos acuse de perturbadores de la paz social. ¿Acaso habría que haber tildado de jinetes del Apocalipsis a todas aquellas mujeres que a principios de siglo exigían libertad para votar? Era seguro que la exigencia de tal derecho incomodaba el privilegio que los varones ejercían sobre ellas, por lo que no es difícil colegir que la resistencia de estos a otorgarles el derecho de voto pudiera traducirse como de conflicto entre sexos. Y bien, para evitar tal conflicto, ¿hubiera sido preferible impedirles su derecho al voto..? (Aplíquese la interrogación a las resistencias contra su equiparación laboral y salarial).
Ningún derecho humano ha sido causa de tantos conflictos como el de la libertad religiosa. Tanto ha sido así que hasta bien entrado este siglo, la palabra intolerancia y su contrario, tolerancia, se aplicaban en exclusividad a tal inquietud.
¿Acaso la exigencia de la libertad religiosa no fue una provocación con riesgos gravísimos para la convivencia en un mundo dominado por Estados confesionales cristianos? ¿Debimos por eso resignarnos a que cada Estado permitiese sólo una religión? ¿Debemos aplicar ese criterio a las ideologías y acabar aceptando sumisos el totalitarismo dominante de un partido único?
¡Reparen en nuestras escuelas: la libertad de enseñanza religiosa actual divide a los escolares en aulas de creyentes y aulas de opciones laicas sin que ocasione ni un ápice de división o conflicto. No ocurrió así en el pasado. Durante siglos la elección libre de religión fue causa fáctica de enfrentamientos sociales inenarrables. Pero observen que las estructuras políticas en que se daban tales enfrentamientos eran frecuentemente jerárquicas o absolutistas con regímenes políticos muy alejados de los Estados de Derecho, donde la intransigencia era parte de la cosmovisión de la mayoría de aquellos creyentes. Sin embargo, hoy, en democracias bien establecidas no suele ser causa de conflictos.
¿No será porque la cultura democrática prima la tolerancia entre diferentes, ayuda a relativizar la verdad y educa para que lo distinto se incorpore como forma sustancial y lícita de la realidad compleja del mundo? ¿Y si es así, quién introduce la división social y prepara los argumentos de los futuros enfrentamientos; quienes impidiendo utilizar lenguas distintas para la adquisición de conocimientos en el espacio escolar, repiten con dramatismo que la libertad de elección lingüística será la causa de la próxima guerra de las galaxias o, aquellos que sostenemos que poder escoger la lengua en que quieres estudiar es un derecho humano cuyo ejercicio implica necesariamente el respeto al otro e impide, por la misma implicación lógica, que nadie discrimine ni se sienta discriminado? ¿No dependerá la paz social más, de los esfuerzos que hagamos en la escuela por enseñar a los niños a respetarse en sus diferencias religiosas, ideológicas, lingüísticas y étnicas etc., que de negar el ejercicio de la libertad?
¿No creen que esa cruzada nacional llena de indignaciones patriótico culturales contra la supuesta agresión a la lengua catalana sólo es una coartada para ocultar la auténtica limpieza lingüística que los nacionalistas están llevando a cabo y que nunca podrían justificar si se discutiera públicamente? ¿A quién quieren engañar? Desde hace años alertan contra la utilización política de la lengua, cuando han sido y siguen siendo ellos quienes han hecho de la politización de la lengua una forma de vida, un medio de conquistar poder político y un instrumento de construcción nacional para consumo interno y chantaje externo.
Las lenguas no tienen por qué ser objeto de división social, de conflicto cultural, ni de peligro para la convivencia. Pero todo ello y más puede acontecer si se utilizan políticamente. No son ni mejor ni peor instrumento que la religión o la raza. Otros pueblos han elegido a estas últimas para odiarse. A nosotros nos parece disparatado, pero caemos en esos mismos errores a través de la lengua y nos empeñamos en restarle importancia y en ocultar sus demonios. Cuando ha llegado el odio siempre es demasiado tarde para casi todo.
Es preciso llegar a una sociedad donde hablar y escuchar catalán o castellano pase desapercibido. Donde lo que cuente realmente es lo que se dice. Donde nadie clasifique al otro por la lengua que habla o se sienta acomplejado por la que utilice. Pero para ello es preciso que nadie se considere legitimado para imponer su lengua a los demás, ni nadie considere que la lengua propia del territorio donde vive, es la suya.
Antonio Robles (profesor de Filosofía)
[1] En la frase de Jordi Pujol: «El castellano en Cataluña es fruto de una violencia antigua», se concreta el chantaje y el complejo de culpa con los que se tiene alienada a la población castellanohablante.(«El País». Diciembre del 96).
[2] No distingo entre los conceptos «catalanista» y «nacionalista» porque quienes viven de ellos tienen la voluntad de no distinguirlos. Históricamente existen substanciales diferencias.
[3] El 55,4% de los ciudadanos de Cataluña tienen como lengua materna el castellano y el 39,1 el catalán (Encuesta del CIS. “La Vanguardia”, 6-2-1997).
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